Una bella palabra

Calificamos el verbo vagabundear como la acción de andar errante. El término errante lo aplicamos a las personas que andan sin domicilio fijo, con su vida a cuestas, y también como sinónimo de errático. Asociamos la vida vagabunda con la vida errática, sin propósito, sin fin claro. Una vida sin propósito inmediatamente puede encasillarse en una vida inútil y así, palabra tan bella como vagabundear puede quedar injustamente a la par que un viejo trapo de piso.

Cuando nació mi hija me carcomió el miedo. Ese miedo que te impone la sociedad a hacer las cosas como te las venden, ser una mamá equilibrada y segura, con trabajo, ordenada y relación perfecta. No tengo ninguna de esas cualidades, excepto ser laburante, pero me esmeré más allá de mí por hacer las cosas de la manera que se supone que se deben hacer. El primer y segundo año de su vida lo compaginé relativamente bien con mi forma de pensar, el tercero creo que simplemente mi vida, lejos de ser vagabunda, sí se volvió errática, irresponsable con mi alma y mi ser.

Caí en esa hipocresía que distorsiona los sueños. Por compartir tiempo con ella cambié de ciudad y de trabajo y terminé encerrada en esta mente, asfixiada en una ciudad tan grande como es el DF y a sabiendas que me estaba engañando, que me estaba siendo completamente infiel, opté por no pensar más. Quedarme en blanco, dejarme llevar, alejarme de las decisiones.

Hace un año que no escribo en el blog. Lo último lo hice cuando estaba en Malinalco, cuando nos daba el sol y Jade bailaba sobre las pirámides o estaba correteando en el patio de la casa, en bombacha porque acababa de dejar los pañales. Recuerdo que cuando quería hacer pis se bajaba la bombacha, se agachaba y ya, que tanto lío. Si mi madre la veía definitivamente se iba a escandalizar, pero ella estaba creciendo y si quería hacer pis lo hacía, el patio era grande y todo le valía gorro.

Un año después, ella tiene maestros, tareas, y yo tengo reuniones de padres, y si me olvido de algo me mandan notas con caras tristes en el cuaderno naranja. Por momentos es demasiado para mí, pero opto por no pensar y continuar.

Esta mañana la llevé a Jade a La Feria, ese parque lleno de juegos mecánicos y demás. Bueno, fueron entradas tiradas ala basura. No se quiso subir a ninguno, solo quiso entrar al castillo de los espejos. Después no hubo forma de convencerla. De ahí, como estábamos cerca, la llevé al Castillo de Chapultepec, porque es una obsesionada con los castillos. Bueno, entró a la primera sala y me dijo que no quería recorrerlo más, que se quería ir a casa.

Frustrada, estábamos saliendo de ahí cuando apareció un kiosco, como los de las plazas que están en todos los pueblos y donde a veces bailan Son, o se sienta las parejas, y los chicos corren y no hay nada más que unas escaleras y un espacio redondo. Se fue corriendo ahí y se quedó dos horas, subía, bajaba, jugaba con las niñas que también se trepaban. Y yo pensando “al final, mirá que fácil era”. Me acordé de ella cantando en los parques, corriendo en la huerta de Cris, ella entre las ovejas del abuelo, ella en San Telmo, ella en la arena, ella en la nieve, ella en el cerro, en el teleférico, ella en movimiento.

Así que no me vengan con nada. No me vengan con calesitas, con autos voladores, con patios de juegos en los lugares de comida chatarra, con películas 3D ni con cualquier invento que sirva para distraer un rato a los niños inquietos de aire, de sol. Sirven cuando no tenemos nada que hacer una tarde encerrados en el infierno, pero es solo eso, pura y barata distracción.

…y vagabundear es una palabra hermosa, que de errática no tiene más que malos entendedores…