El Templo del Sol




Jade persigue mariposas. Es un domingo soleado y subimos lentamente "El Cerro de los ídolos". A los costados pura vegetación profunda. De vez en cuando árboles centenarios sobrepasan las alturas. Un grupo de jubilados nos acompaña en el viaje, sonrientes, algunos se quedaron haciendo ejercicios en la entrada y otros mueven los brazos en círculos mientras se elevan los 125 metros hasta los vestigios mexicas.

A lo alto del cerro están las pirámides de Malinalco, único templo monolítico de América y antiguo centro de entrenamiento espiritual y físico de los guerreros jaguares y águilas. Jade se pone a bailar y cantar en un escenario de más de 500 años, todos los que estamos arriba nos dispersamos. Somos pocos. El grupo sube primero a la pirámide y todos se sientan a contemplar el cielo. Levantan las manos con las palmas hacia arriba, absorviendo la mayor energía posible. Le muestro a Jade las esculturas que cuidaban la morada de los Caballeros del Sol y ella me muestra Vaquitas de San Antonio (o catarinas, como dicen en México). Cuando se baja el grupo, subimos nosotros. Amadeo va a sacar fotos y nosotras nos sentamos un ratito, con los ojos bien abiertos.

En los últimos meses tuvimos mineros televisados, volcanes en erupción, El Ponchis, mudanzas, trabajos nuevos, películas, recetas, Peña Nieto, pero allí, desde los vestigios de aquella civilazión y por esos largos minutos no hay que pensar en nada, se sume en una meditacion inconsciente. Las pirámides de Malinalco son íntimas, con mil veces menos visitantes que las de Teotihuacan o Chichén Itzá, por un breve lapso, uno puede apoderarse de ellas. Piedra, cerro y vista panorámica del pueblo, solcito rico y Jade feliz, desde allí el mundo se siente simplemente perfecto.

Ella

Conocí a una mujer exquisitamente rara. Ni bien la vi abrió una botella de vino, puso un disco de salsa y no calló más. Ella se puso a recordar en voz alta y me cautivó. Con sus monólogos interminables cualquiera podría pensar que estaba loca pero sólo estaba sintiéndose un poco viva entre tanta memoria que pudría el alma. Supongo que se llama dolor. No creo que sea más que el dolor el que nos lleva a hablar y hablar y a contar historias que rodean la parte turbia que intentamos ignorar, que nos lleva a dar círculos interminables y a nunca mencionar la llaga aunque tengamos el dedo apretándola.

Así son los viajes. Ella, la mujer que ahora recuerdo vivió treinta años en otro país, tras una penosa huida del Paraguay de la que nunca me habló. Yo sólo la conocía como una de las tantas exiliadas que progresó lejos de casa, gracias a su fortaleza, su empuje, a tanta vida. Pero quiso volver, después de treinta años decidió que ya era hora de volver a casa, que ya era hora de enfrentar los fantasmas, que ahora podría hacer algo sin tener que salir corriendo huyendo de torturas.

Volvió y la conocí durante un breve tiempo. Por accidente cayó un libro en mis manos que contaba su historia, de cómo la habían torturado cuando era prácticamente una niña, de cómo pudieron sacarla de la cárcel, de cómo la enviaron lejos, muy lejos para que pueda olvidarse de todo y hacer una vida en otro lugar. Todo lo hizo excepto olvidar. Uno nunca olvida, sólo tiene amnesias temporales. Ella lo demostró. Volvió y no pudo. No pudo por el sistema que no había cambiado mucho, por los amigos de ayer que hoy se transformaron en desfachatados, por los viejos amantes traidores, porque todo o nada cambió, porque volver no era lo que esperaba, porque no, no pudo y cada vez necesitaba más copas para poder dormir, más copas para poder pasar un buen rato o al menos un momento soportable.

Yo la vi pero en realidad no la conocí. Tan exquisitamente extraña, tan salvajemente en decadencia, me era imposible decirle algo y decidí huir yo, evadir tanto dolor y rencor. Traté de olvidarme de ella y de mi cobardía y de lo triste que es volver y no encontrarse con lo que uno espera. Abrir la caja de sorpresas y verla tan vacía con tanto aire, puro espacio.

Los días delatan que no se puede olvidar nunca nada, y las amnesias temporales duran poco o mucho pero acaban. La mía acabó. Yo la recuerdo y pienso en irme, en volver, en salir, en quedarme y pienso en mi familia y sus idas y venidas, en sus vacíos. Queda vivir con un pequeño espacio hueco y llenarlo con algo de amor y si el amor no lo llena, con algo de conversación, con cualquier cosa que nos haga sentir un poco bien.

A pesar de sus éxitos, a pesar de su estimulante vida, a pesar de todo lo lindo, a ella se la comieron los fantasmas.

"Pobre, seguro que extrañás"

Siempre es lo mismo. Cuando voy a la tienda, cuando empiezo un trabajo, en la parada del colectivo, hay alguien que me afirma a modo de pregunta “seguro que extrañas”. Y siempre contesto con un “sí, claro" de manera automática, para no parecer insensible.
Es más facil decir sí a decir más o menos o a veces, que tendría que venir seguido de una explicación.

Si vivo lejos es porque quiero, no por exilio económico (aunque en parte sí), ni social (aunque en parte sí), ni tampoco porque no extrañe (aunque en parte sí). Es un poco de todo pero más que nada porque tengo ganas, tengo ganas de cambiar de aire aunque sepa querer, encariñarme, pero me aburre amanecer todos los días en el mismo sitio aunque eso no impide que adore a mi familia y amigos.

El tedio es tan plomo como lo sería tener el mismo trabajo por años, la misma casa, los mismos vecinos aunque eso implique ir siempre de costado y no para adelante en términos que tampoco me sacan el sueño.

Cuando llegan las fiestas de fin de año la historia se repite. Algún alma piadosa extiende una invitación porque no quiere que pasemos solos las celebraciones, pero no saben que nosotros disfrutamos muy especialmente pasar las fiestas así. Amadeo y yo somos hijos de padres separados y siempre fin de año era un dilema, teníamos que dividir con quien pasar la navidad y el año nuevo cuando en el fondo queríamos pasar esos días en nuestra casa, tranquilos y si es posible en pijamas. No nos importaban los regalos, ni emborracharnos, ni el pavo ni los primos. Sólo queríamos un día lo menos complicado posible.

Hay momentos de inevitable añoranza, que tengo la necesidad imperiosa de un abrazo materno, un mate con amigas que ya casi son hermanas, acariciar a mi perro. Pero un tiempo en cada lugar es tan benéfico como abrigarse en el invierno y tomar más agua cuando empieza el calor. Eso no lo cambiaría por acumular cosas, ni fotos, o años de estabilidad laboral.

Estamos llenos de estereotipos. Yo creía que todos los migrantes viajaban por necesidades económicas pero me sorprendió conocer a muchísimos que lo hacen por la aventura. Lo ratifican yendo y viniendo casi sin cambiar de equipaje.

No todos buscamos lo mismo y la mayoría de mis respuestas son un más o menos.

El árbol, Esther y "C"

No soy buena recordando caras ni nombres, pero sería imposible olvidar a Esther (mi maestra de tercer grado) y a “C” (mi compañero de aula). Esther era la clásica mujer de finales de los 80, en pleno boom de Susana Giménez cuando se creía muy cool pronunciando las “s” al final de las conjugaciones.

Cuando teníamos que escribir oraciones me añadía con rojo fuego la S a todo. Mis palabras tras su pluma se transformaban en horribles “comistes”, “dormistes”, “distes”, y yo quería pintar con bolígrafo rojo su cara y la de la Giménez. A “C” en cambio lo recuerdo por razones muy diferentes. Era un compañerito que unos meses atrás había perdido a su mamá y todos los niños con esa muerte tuvimos miedo porque ésta existía.

Una vez, segundos antes que suene el timbre que finalizaba el recreo, iba a entrar al aula cuando vi a Esther tomando de los pies a “C” que estaba del otro lado de la ventana del primer piso donde estaba nuestro grado. Esther gritaba con su voz ronca y “C” lloraba y pataleaba para que lo suelten, decidido a caer. Ella pedía ayuda y en segundos unos niños más grandes y no recuerdo si algún profesor, entraron al gradoa ayudarla. Minutos después desaparecieron los dos y los niños entramos al aula a cargo de otro maestro y esperamos en silencio alguna noticia. Estábamos mudos.

No sé cuanto tiempo pasó del regreso de Esther. A su vuelta y todavía con la cara desencajada, nos habló de “C”, nos dijo que teníamos que ser buenos con él, que era un momento difícil y que teníamos que estar alertas, prestarle atención.

Pasaron varios días y “C” no volvió ala escuela. A su regreso nadie nunca dijo nada, como si no hubiera pasado, aunque sabíamos que estaba todo mal, porque a veces lloraba, se peleaba con los compañeros y y sus notas iban de mal en peor.

En ese tiempo en el patio de la escuela había un árbol enorme, probablemente de unos ocho metros de altura. Era el único que teníamos porque todo el piso era de baldosa exceptuando por esos metros cuadrados de tierra rodeados de un cerquito de cemento. Un día salimos al patio y el árbol no estaba, en su lugar sólo quedaba el tronco talado de aproximadamente medio metro de altura. Todos los niños preguntamos que había pasado y la maestra nos dijo que lo habían talado porque despedía savia que hacía que los niños nos cayéramos al correr durante el recreo o la clase de gimnasia. No recuerdo haberme caído alguna vez ni de nadie que le haya pasado eso por culpa del árbol (sí de puros torpes que éramos).

Enfrente de la escuela vivía un poeta que escribió un poema que se publicó en el Clarín. El barrio de Boedo se conmocionó y los vecinos protestaron porque el árbol talado era una tipa blanca, especie autóctona del país y poco frecuente en la capital. Tan inmediato fue el alboroto que a los dos días de tallado el árbol aparecieron unos hombres en el patio para inyectar algo en lo que alguna vez hubo una ancha y esplendorosa copa. A partir de ese día fueron todos los días a aplicarle inyecciones con la esperanza de revivirlo.

Los niños no entendíamos nada: Un día lo talaron, a los dos lo inyectaban para que vuelva a crecer… lo único claro era que la directora se había mandado una c... Todo el barrio se preocupó por el enfermo y los padres estaban al pendiente de cada detalle, hasta se hablaba de cambio de directora.

Meses después empezaron a salir unas hojitas verdes del tallo y todos lo festejaron aunque eso aún no aseguraba que el destino iba a depararle el extraño retorno de volver a ser lo que era.

Al año siguiente “C” cambió de escuela. Después le seguí yo, que salí del colegio y del país.

Veinte años adelante me mudé a quince cuadras de aquel lugar. La primera vez que pasé por el frente vi el árbol enorme, verde, frondoso y asombrada le conté a Amadeo la historia de la tipa blanca aunque no la de “C”.

A veces nos damos por muertos pero la vida nos sigue regalando algunos brotes.

Mar

Cuando vivía en el Caribe no lo dimensionaba. Mi cabeza siempre estuvo lo suficientemente acelerada para no dejarme disfrutar lo suficiente. Recuerdo incluso que los últimos tiempos estaba un poco harta del calor, de mi trabajo, putear en chino cuando me tocaban días lluviosos y me tenía que enfrentar con los malos sistemas pluviales o indignarme por a, b y c porque tenía ganas de justificar algún mal humor.

Hoy lo veo todo al revés. Recuerdo levantarme y respirar aire a verano eterno, abrir la puerta y soltar a mi perra para que salga a correr al parque que teníamos exactamente enfrente de nuestra casa y parecía un patio añadido. Recuerdo los tambores de la feria a la noche y que mi único día semanal de descanso apagaba el teléfono y me iba a pasarlo enterito a la playa, obsesionada con cada gota de agua salada.

Cuando vivía en Paraguay soñaba con vivir cerca del mar, típico sueño fisura de país mediterráneo con calor de 40 grados. Mis últimos tiempos allá, después del trabajo a veces iba a lo de una amiga y en su terraza escuchábamos bossa nova y sufríamos y sufríamos por lo que no teníamos. Una vez Amadeo del trabajo fue a buscarme a esa casa y estaba pálido y de mal humor, harto del trabajo y le dije “renunciá, vámonos”. A partir de ese día trabajamos seis meses más y nos fuimos, nos fuimos un mes al Brasil, pasamos las fiestas en Salvador, Bahía, y de allí seguimos un viaje por tierra que culminó en el Caribe. Recuerdo especialmente el primero y último día en cada lugar.

Ese último día en Bahía fuimos a la playa de Barra y yo no podía dejar de mirar el mar y meterme. “Último chapuzón” decía pero salía y me secaba tan rápido que me iba por otro último y así y así. Recuerdo que viajábamos con el verano y la mochila era liviana. No llevaba mantas, sólo una bolsa de dormir, tampoco camperas, y no pasé ni una noche de frío.

El último día en Cancún también lo recuerdo muy bien porque antes de viajar ya todo me daba vueltas, quería volver a casa, extrañaba la ciudad, el loquero, y las más estúpidas cosas que en ese momento eran invaluables. Pero ese último día salí a caminar y todo era perfectamente generoso, caminaba por cada cuadra que me había dado tanto y miraba las casas y conocía el barrio, el restaurante de la esquina donde había almorzado tantas veces, la parada del bondi, el parque, mi perra, los huaraches de las palapas y tuve dudas de la decisión tomada y temor a que no me vuelva a gustar la ciudad que me vio nacer.

De aquel día pasaron cuatro años y no puedo creer lo rápido que pasan las cosas y lo fresca que está la brisa del mar para mí. Regresé dos años a Buenos Aires y disfruté el frío, mis mates y gastronomía, nació mi hija, volví a la vida de departamento con expensas, con gritos de vecinos, con paredes finas, con prohibiciones de perros, con metros cuadrados escasos. Después volví al Paraguay con su calor de locos sin mar, con ese sudar hasta en los pies que ni pueden andar descalzos porque se queman cada vez que pisan el patio, con jugos de mango y guayaba, mucho limón y abundante tereré. Vine a Zacatecas de donde me estoy por ir, donde temblé de frío en diciembre, donde salí a caminar mientras me caían encima los copos de nieve, donde mi hija fue a su primera guardería y está aprendiendo a andar en triciclo, lugar colonial y semidesértico repleto de cactus digno de una postal.

Pero no me estoy por ir a la playa aunque con Amadeo soñamos con ver a Jade caminando por esa arena limpia, respirando aquel aire de la tierra de los mayas. Y que ganas de volver al mar, aunque después extrañe la ciudad, los cactus, o el tereré pero nunca logren impedir que me saque el Caribe de la cabeza.

Al mar volvería mil veces pero nunca sería suficiente y no me gusta mucho viajar de vacaciones porque siempre son demasiado cortas. Me gusta llegar a un lugar y apoderarme, hacerlo mío, radicarme aunque igual el tiempo siempre termine siendo escaso.

El robo más grande de México

Este mes se publica en las webs de la revista mexicana Emeequis y la revista peruana Etiqueta Negra, el trabajo que realicé como resultado del taller de crónicas narrativas con Juan Pablo Meneses, fundador de la Escuela de Periodismo Portátil.

A través de Juan Ovalle, un ex bracero de 90 años que hace guardia frente a la explanada del Congreso de Zacatecas, narro el multimillonario robo de los gobiernos priistas a los trabajadores mexicanos que formaron parte del Programa Bracero entre 1942 y 1967.

Paso los links:

Etiqueta negra

Emeequis

Periodismo portátil

Espero les guste!

Medicina natural

Mi tatarabuela era indígena charrúa. Conocía los beneficios de las plantas, y aunque no la conocí, mamá me cuenta que la recuerda de niña y que era una mujer que limpiaba a los animales cuando tenían bichos, con rezos regresaba a vacas y caballos perdidos y veneraba la lluvia. Mi abuelo era italiano y se casó con la hija de la tata. Al llegar al Paraguay y ver la abundancia de coco, el abuelo realizó una fórmula para hacer jabón. Después terminó vendiendo la fórmula a una empresa que hasta el día de hoy lo sigue fabricando y en el país ese mismo jabón de coco es muy usado por sus beneficios como hidratante y nutriente además del uso obvio de higienizar.

Muchos europeos al llegar a Latinoamérica aprenden de nuestra cultura nativa curativa y al llegar al viejo continente la promocionan. Sin embargo en nuestra propia tierra, llena de mercados donde se consigue todo tipo de hierbas medicinales y donde aún tenemos impregnados ciertos hábitos como el consumo de la yerba mate acompañada de “remedios yuyos” en el sur o la ingesta de ciertos tés cuando nos sentimos mal en todos los países latinos, negamos los beneficios de ciertas plantas.

¿Quién no vio a alguna abuelita frotar suavemente un algodón empapado con agua en el vientre del bebé? Yo varias y nunca entendí bien porqué lo hacían. Muchos años más tarde asocié esta práctica con los hoy llamados baños derivativos, aquellos consistentes en mojar el bajo vientre, antes conocido como baño vital y hoy más promocionado bajo el nuevo título de hidroterapia.

Los aztecas que tenían en sus casas temazcales para hacerse largos baños de vapor se matarían de risa si supieran como se habla ahora de los saunas y sus beneficios, o que la gente paga fortunas para hacerse en un spa barroterapia.

Bajo etiquetas chic las mujeres consumen en modernos establecimientos terapias que antes se realizaban en la casa, sin gastar un peso de más. Tengo muchas amigas que compran laxantes ovidándose de los beneficios de la semilla de lino, las ciruelas pasas, el pan integral, la cáscara sagrada y, nuevamente, los baños vitales o derivativos.

No me interesa ahora hablar de los efectos psicotrópicos, pero el peyote es uno de los antibióticos naturales más efectivos que existen, aunque su uso esté considerado ilegal al menos que seas huichol. La marihuana, útil como analgésico y digestivo, permitido su uso para pacientes con cáncer en algunos países de Europa, nuestros gobiernos la siguen considerando ilegal.

De aquellos antepasados lastimosamente me llegó poco y nada de esa cultura natural. Me educaron con médicos de delantal y título. No voy a negar los progresos de la medicina moderna, pero muchos médicos tampoco niegan los beneficios de la medicina natural, ¿o acaso nunca escucharon que un médico recete baños de asiento?

A las terapias naturales hay que darles el lugar que se merece.

Concierto

Hoy estamos los tres con mocos pero no nos importa. La presentación de don Joaquín Sabina anoche en Zacatecas no tuvo desperdicio y el frío no le importó a nadie.

Jade gritó, bailó y aguantó de perfecto humor las dos horas de concierto.

Subo unas fotos del Amadeo, para ello tuvo que aguantar algunas pisoteadas y jalones de cabello.



Sabina

Desde hace unos días que corría la voz de que venía Sabina a Zacatecas. Primero rumoreaban que la entrada iba a costar lo mismo que an Aguascalientes, o sea la más barata, 900 pesos mexicanos. "Nde", le dije a Amadeo, "entre los dos suman 1800, no podemos ir". Pero al final, el gobierno terminó trayéndolo y la entrada va a ser con boletos gratuitos.

Un día antes de la entrega de entradas ya había una cola frente a la Secretaría de Turismo. El día que las iban a dar, llegué a las 11 a comerme la fila de dos cuadras con mi hija. Estábamos justo frente al Ex Convento San Agustín, mientras Jade aprovechaba para subir y bajar las escaleras del ex convento yo renegaba desde las filas y tenía que ir a buscarla cada dos por tres. No había caso, me miraba pícara, "hola ma", me gritaba la petisa de dos años y se escondía otra vez tras el mural para que la vaya a buscar. Eso de mantenete en mi vista lo caza pero no lo obedece.

Las mañanas son frescas pero salió el sol y empezamos todos, porque todos los de la fila andábamos abrigados, a quejarnos del sol que nos caía encima. Típico, que te pones a hablar con tus compañeros de fila para hacer un poco más amena la espera. No quedaba otra, con Jade armando lío eso de los auriculares y el MP4 es soñar. Lento, lentamente, pasó una hora. Lento, lentamente, avanzamos una cuadra. En eso aparece uno de los guardias contando una por una nuestras cabezas. "Hasta acá", dice y limita la fila a seis personas atrás mío. "Que pedo", pensé , "zafamos".

Los demás, que empezaron a los gritos, se inscribieron en una lista para que al día siguiente retiren sus entradas sin formar la cola. Nosotros nos quedamos a esperar nuestro turno y en esa nos avisan que están entregando una por persona, nde otra vez, como puede ser si hace diez minutos entregaban dos por cada uno. Más quejas.

Hora después y a solo tres personas para que me toque, zas:

-"No hay más entradas", grita el guardia.
-"Qué???"
"No hay más", dice muy pancho.

Los diez ñatos que quedábamos nos pusimos de malas. Como bruja gritona empecé a quejarme que me pasé dos horas en la fila bajo el sol con mi beba y que eso era una
falta de respeto (para eso Jade ya estaba subiendo las escaleras de Turismo, le
valía gorro que no nos dejen pasar), todo el mundo gritando, llegó la prensa, PAF, me enzoquetan un flash en la cara, "uy", pensé, "mi mejor perfil de loca", Jade disfrutando el espéctaculo y en medio del ruido el tipo grita, "esperen eperen". Después de unos minutos y tras echar a la prensa nos dice que nos va a dar una entrada a cada uno.

- "Bueno", decimos todos, "¿y cómo hacemos para retirar otra?.
- "Vuelvan mañana".
Ufff. Cuando me toca a mí el (ya a esta altura) pobre hombre, me pregunta cuantas necesito.
_ "Solo dos", le digo victimita.
- "Toma pero no le digas a los demás"
-"No, no. Gracias!"
- "Y no vuelvas más", me pide.
-"No, no me ves más", le contesto. Rápidamente alzo a Jade que ya estaba con el pañal re cargado y me voy dos cuadras a visitar a mis ex compas del trabajo. Le cambio el pañal mientras parloteamos sobre las novedades y se me pasa el tiempo. Iba por quince minutos y pasaron como tres horas. Miro el teléfono y tenía llamadas perdidas del Amadeo. "A" me dice que no actualizo más el blog. Le cuento que vinieron mi hermano y mi viejo, uno por una semana, otro por un día y que el resto del mes me lo pasé cocinando a full todo el día, que a la compu ni la quería ver y que me aluciné preparando masas de alfajores, de pizzas, de tartas, "Ponte las pilas", me dice, "sí, sí, en estos días" y acá cumplo poniéndome media pila.

"Pucha, es tarde", le digo a "S", "vamos pues a casa". Y nos venimos a casa y preparo unas empanadas. Que loco, pienso. Cuando estaba en Paraguay o Argentina me agarraban unos antojos terribles de comer comida mexicana. Una vez de internet saqué una receta y me salieron unos tacos terriblemente malos pero me los comí con un placer!! Amadeo se ve que no tanto que esa semana me llevó a comer comida mexicana, puf, comí hasta que casi salgo rodando. Acá me rodea toda la comida mexicana y eso me ayuda a aprender a cocinar las recetas de mi tierra. Antes si quería algo bajaba y me lo conseguía en la panadería o la roticería, bueno, ahora tengo que ingeniármelas...

Llega Amadeo y me dice que vio la foto que me sacaron del diario y que la editó para que no salga protestando frente a la Secretaría. "S" se descostilla de risa, ni me imaginé que el fotógrafo fuera del mismo periódico donde labura Amadeo. "¿Pero conseguiste las entradas?", me pregunta. "Claro", le digo, y las entradas ya las tengo pero eso no es aún señal de éxito.

Siendo mamá el destino depende prácticamente de Jade, queda cruzar los dedos para que el sábado no le de diarrea ni tos y por supuesto, si Jade está perfecta, que a Sabina no le den anginas.

Música del mundo

Putumayo World Music tiene 17 años proponiendo música que acerca culturas. El sello, fundado por Dan Stoper se ha expandido a los cinco continentes, demostrando que en época de crisis para las discogáficas, las ideas que difunden la cultura del mundo van para adelante.

Mediante Putumayo pude conocer artistas de los que no tenía idea y no me he llevado más que gratas sorpresas. Invito a visitar la web oficial www.putumayo.com y a buscar algunos de sus videos.

También lanzaron una colección Putumayo Kids, una selección de buenísimos temas para niños, en versiones originales.

Putumayo Latin Lounge: Wagner Pa & Brazuca Matraca "Folia":

Viajar en familia

Hace unos días me escribieron dos chicas para contarme que estaban planeando un viaje por Latinoamérica. Me encanta que la gente viaje y bien colada, siempre termino sintiéndome cómplice cuando alguien está empacando. Pero les conté que por esas cosas de la vida estaba viviendo ahora en Zacatecas, México, que tenía una niña y que a pesar de que seguíamos en movimiento los viajes eran diferentes, muy diferentes.

La primera vez que Jade subió a un avión tenía dos meses de vida. Fue un viaje ida y vuelta, sabía perfectamente adonde iba y por cuanto tiempo. Nada más lejos que andar de mochileros. Para esa ocasión el equipaje fue algo extenso y después seguimos trasladándonos con cierta histeria de padres primerizos que quieren tener todo bajo control.

Ya no somos tan neuros como aquellas primeras veces. Me tocó viajar sola con Jade en colectivo, auto y avión en viajes largos, me tocó viajar con Amadeo, con mi hermano y con una amiga de oro, de oro, (gracias Amelí!) que me ayudó en una de mis mudanzas con una energía envidiable. Recuerdo que mientras Jade andaba colgada de un portabebés la loca me ayudaba a cargar hasta mi máquina de coser.

Pero todos los viajes post nacimiento, incluido el último con mucho menos equipaje, fueron completamente planificados. No conocíamos Zacatecas cuando vinimos de Asunción pero a Amadeo lo esperaba un trabajo y reserva de hotel. Al llegar sólo tuvimos que decirle al taxista adonde nos tenía que llevar.

Un tiempo, este tiempo, me olvidé de los viajes de mochila. Creí que la maternidad y los viajes de mochila eran agua y aceite. Anoche me agarró cierta nostalgia por la ruta y mirando blogs me reencontré con los Zapp, aquel matrimonio argentino que hiceron la ruta Argentina - Alaska. Hoy tienen cuatro hijos y siguen viajando, ahora andan por Nueva Zelanda.

Les dejo la ruta de enlace un video extraído de la web de esta hermosa, hermosa, hermosísima familia, que demuestra que viajar es un sueño que todos podemos realizar, solos o con los que más amamos.

(Antes del video pasan una publicidad, pero vale la pena esperar).

Cuestión de paladar

(con receta de dulce de leche)

Me encanta vivir en un país que no sea el mío. Me fascina, y especialmente me encantan los primeros días, esos que miras todo todo con la boca abierta, babeando.

A Zacatecas llegamos pasadas las diez de la noche. Hacía frío y no vimos gran cosa. Un taxista bien norteño con sombrero cowboy, botas texanas, camisa con cuello y espalda bordadas, nos ayudó a colocar las valijas en el portaequipajes y nos llevó a nuestro hotel. Sólo vimos cerros, calles en subidas y bajadas y algunas cuantas luces. Tampoco estábamos muy preocupados: muertos de hambre, sólo queríamos pedir algo para comer y domir.

Al día siguiente, bien temprano y domingo, salimos a la calle a ver donde estábamos. “Amadeo mirá”, “uy mirá esto”, le decía a mi compañero mientras paseaba el carrito con mi niña. El centro histórico de Zacatecas,declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco me dejó pálida. Las plazas, las fuentes, la catedral, la limpieza, me pareció la ciudad más bella del mundo.

Ese día le escribí a mi madre y le dije lo que sentía en ese momento, que el lugar era tan hermoso que yo me quedaba a vivir ahí, que no me sacaban ni loca. Ya quería amanecer todos los días mirando los callejones con sus casitas coloniales espectadoras de la independencia y la revolución. A pesar de toda la información que busqué antes de viajar no dimensioné nada de lo que era, ni visual ni históricamente.

Me encanta asentar en lugares nuevos porque esa emoción con el tiempo se gasta. Uno se acostumbra a lo bello y lo feo y cuando el paisaje deja de ser pintoresco es lindo viajar, aunque sea de vacaciones, a conocer otros aires. Pero igual, como me gustan las novedades, me encanta saciar mis costumbres, especialmente cuando de gastronomía se trata. Mi estómago reclama milanesas con puré, tartas de acelga, atún o cebolla y queso, empanadas y untarle al pan dulce de leche.

Las milanesas con puré las hago yo a mi estilo, porque acá los empanizados son distintos, las pizzas me las hago con pan árabe, pero el resto de las cosas le creaban un vacío a mi paladar.

Hace dos semanas compramos un hornito eléctrico. Ni pensamos en comprar otra clase de horno porque nuestra vida tiene que ser lo más portátil que se pueda. Todo, sillas y mesas plegables, muebles desarmables, todo tiene que caber en cajas sino no nos sirve. Hasta mis cursos ahora los hago con la Escuela de Periodismo Portátil porque, además de que admiro a Meneses, me parece una manera práctica de aprender sin correr el riesgo de no poder terminar, como me pasó con el profesorado de yoga en Buenos Aires que a mitad del curso me terminé mudando y por ende, lo terminé dejando.

Así que volviendo, con el horno eléctrico empecé a hacer tartas y empanadas con preparaciones de masa casera, chipaguazú que es único y sólo lo encontras en Paraguay y hasta bizcochuelos. Mi suegra me pasó la receta del dulce de leche y tras tres intentos quedó perfecto.

Lentamente estoy aprendiendo a que mis costumbres puedan ser saciadas donde quiera que esté. Aprender a hacer las comidas preferidas es como llevar un talismán a todos lados. Caigas donde caigas vas a hacerlo bien parado.

Receta del dulce de leche:

-Un litro de leche
-1/2 kilo de azúcar.
-Una gota de esencia de vainilla.
-1 Cucharada de bicarbonato de sodio.
-Cuchara de madera.

Ir tirando de a poco en la cacerola a fuego medio la leche, el azúcar y la cucharadita de esencia de vainilla. Mezclar cada tanto y cuando empiezan los hervores tirar la cucharadita de bicarbonato. Allí, casarse con la pala de madera, calzar zapatillas cómodas y revolver, revolver y revolver hasta que te arrepientas de haber empezado la empresa (después al comer el experimento eso se olvida).

Lentamente verás como va adquiriendo color a dulce de leche y se va volviendo más espeso. Antes que se vuelva espeso de todo, poner una cucharadita del contenido en un plato y ver la consistencia que queda cuando se enfría. Eso es re importante, la primera vez me pasó revolver hasta que quede bien espeso pero al enfriarse el dulce de leche me quedó durísimo, onda repostero. Así que se saca antes de que quede espeso y el punto justo se sabe haciendo esta prueba.

Y ya, voilá!

Zacatecas con mucho ritmo

Para los que están con espíritu aventurero (y económico) para viajar a Zacatecas esta Semana Santa, va este post:

Desde el sábado 27 de marzo hasta el 9 de abril, la Plaza de Armas de Zacatecas se convierte en el escenario de artistas internacionales y nacionales de gran talla como Rubén Blades, Kítaro, Lila Downs, Chick Corea y Gary Burton, Yes, Diana Krall, entre otros.

Los conciertos, gratuitos, forman parte del marco del Festival Cultural Zacatecas 2010, evento conocido a nivel mundial por la calidad de los protagonistas. Años pasados Bob Dylan, Omara Portuondo, Caetano Veloso fueron algunos de los músicos presentes.

A continuación, comparto una parte del programa para que puedan organizar las agendas e invitar a los amigos para conocer algunas bandas buenísimas y disfrutar a los artistas preferidos.

CONCIERTOS EN LA PLAZA DE ARMAS

MARZO


Sábado 27
20:30 hs:
Lila Downs, Buika y Mariza abrirán el festival (México, España y Portugal).

Domingo 28
20:30:
Youssou N'Dour (Senegal).

Lunes 29
19:30:
Elefante (México).
20: 30:
Solé Giménez (España).

Martes 30
19.30:
Quinteto Universitario de Jazz (Zacatecas, México).
20:30:
Chick Corea & Gary Burton (Estados Unidos).

Miercoles 31
19.30:
Julieta Venegas (México).
20:30:
Babasónicos (Argentina).

ABRIL

Jueves 1
19.30:
Mumiy Troll (Rusia).
20:30:
America (Inglaterra).

Sabado 3
19.30:
Sonex (Jalapa, México).
20:30:
Rubén Blades (Panamá).

Domingo 4
19.30:
Los Pinguos (Argentina).
20:30:
Baaba Maal (Senegal).

Lunes 5
20:30:
Yes (Inglaterra).

Martes 6
19.30:
Orquesta de Provincia de Beto Díaz (Zacatecas, México).
20:30:
Roberto Carlos (Brasil).

Miercoles 7
19.30:
Bruno Yamasaki (Japón).
20:30:
Kitaro (Japón).

Jueves 8
19.30 Arista 5 (Zacatecas, México).
20:30:
Diana Krall (Canadá).

ESTADIO FRANCISCO VILLA

El viernes 9 de abril cerrará el concierto el español Alejandro Sanz a las 20:30 hs. Por cuestiones de espacio se cambió el lugar del escenario.

Les dejo el video de un concierto de Chick Corea y Gary Burton tocando La Fiesta.

La cartera

Estaba en el colectivo yendo hacia Hacienda, contabilizando de a una mis deducciones para que no me arranquen la cabeza. Como soy prestadora de servicios pago IETU, IVA e ISR. Tengo que justificar el 50 por ciento de mis ingresos en gastos relacionados a mi trabajo o pagarlo, y a pesar de que me la paso pidiendo facturas siempre termino pagando. Los 17 de cada mes son atroces, antes de salir repaso mis documentos, veo si tengo todo en orden. Los 17 sólo tengo números agresivos y persecutas…

Estaba en eso cuando veo que la chica que estaba sentada al lado mío se levanta y deja su cartera. Ya le estaba por gritar que no se baje, que se la olvidó cuando veo que fue a hablarle al chofer y regresó a sentarse. Muy tranquila la doña, dejó nomás la cartera porque es una mujer relajada y le resbala que no existe cartera en el mundo tan pesada como para no llevarla colgada donde va, si estás en un lugar lleno de extraños.

La tuve que mirar: estudiante fija, unos 20 años, jeans, zapatillas y saquito. La tuve que mirar y morderme la lengua para no decirle cual vieja metiche: “Nena, despertáte” y darle una larga perorata sobre el descuido, de cuando me cortaron la cartera en un colectivo en Asunción, de las dos veces que me desvalijaron la casa porque no estaba, de que hacer lo que ella hizo en un subte o tren en Buenos Aires es de tarados, de cuando me asaltaron en Nicaragua y pensé que en mi cartera estaban los documentos y corrí a los chorros dos cuadras hasta que Amadeo me agarró de atrás y me dijo “Basta”.

Tuve ganas de decirle "inconciente" recordando como aferro a mi hija en un portabebés cuando salgo porque no se puede confiar en nadie. Pero me dí cuenta que la única paranoica era yo, todos estaban muy relajados, a nadie le importó un pomo y a ella menos el haber sido de pensamientos tan nobles como para dejar su cartera al lado de una desconocida en un colectivo con mucha gente. No sé si mi viaje era al mundo perfecto pero a nadie le dio ni fu ni fa. Al parecer era la única mente torcida.

Me bajé del bondi y seguí con mis cuentas, ya sabía que me iba directo, a pesar de atajar bien fuerte mi cartera, a que me desembolsillen unos buenos pesos.

Otra de Lucky Luke

Lucky Luke

Tengo muy pocas cosas. Uno cree que con los años acumula más pero yo resto. Lastimosamente no podemos cargar de más en los viajes y soy una ferviente creyente en la consigna “mientras más liviano mejor” a la hora de viajar.

No es fácil para mí desprenderme, uno rápidamente acumula ropas, muebles, utensilios de cocina, electrodomésticos, y a la hora de partir hay que seleccionar cuidadosamente lo más importante, restringirse sólo a eso. Y así como no son fáciles las despedidas, no es fácil vender y regalar las cosas más lindas que generalmente terminan siendo las más inútiles, como adornos, cuadros y mágicos libros pero imposibles de llevar.

El último viaje Amadeo y yo viajamos sin nada, porque preferimos que en los pocos kilos que te permiten en el avión estén las cosas de nuestra beba, sus juguetes, ropas, colchas, toallas. Atrás dejamos miles de recuerdos que a veces uno piensa en guardarlos, como ropitas de cuando recién nació, la cuna, la cómoda, su velador, a todo le tuvimos que decir chau a pesar de que pintamos o elegimos con un amor que va más allá de lo material, con un amor para Jade.

Sin embargo hay dos de las que aún no me puedo desprender aunque no viajen conmigo. Mi mamá es la guardiana de mis dos grandes bienes: Una máquina de coser que era de mi vieja y que tiene como 30 años y mi colección de historietas de Lucky Luke.

Lucky Luke era mi ídolo, y ni modo, sigue siendo lo más. Su final siempre perfecto cantando “I´m a poor lonesome cowboy and a long long way from home” del legendario tema de Pat Woods... no podía terminar de otra manera: lo genial no era que atrapaba a los Dalton, lo genial era que era tan libre que su casa era el camino y su vida recorrer el viejo Oeste. Morris y Goscinny eran unos capos.

Lograr la colección me costó bastante. El primer Lucky Luke que llegó a mis manos fue Billy de Kid, y lo había comprado mi hermano. Yo tenía diez años (casi 20 años de eso) y en esa época se conseguían las historietas los domingos en las plazas de Buenos Aires, en mi caso en el parque Rivadavia. Pero después, cuando fui a Paraguay, tenía que ir a El Lector cuando aún tenía un puesto en la plaza al lado del Shopping Villamorra y llorarle al hombre para que se apure con los pedidos. Los traía de a tres títulos y a veces justo traía los que ya tenía. En esas ocasiones volvía decepcionada, como si todo estuviera fuera de control.

Esa colección ha vivido mudanzas, fue una de las pocas cosas que llevé a la casa a la que me mudé con Amadeo, era como seguir siendo la misma, la misma que soñaba andar de viaje por ahí, pero después ya no la pude llevar conmigo y se quedó en la casa de mi mamá, archivada, donde vivió algunas torturas por parte de mis sobrinos y, hace no mucho, la visita del kupi’i (termitas). Fue hace un año, estaba en lo de mi mamá cuando encontré ese caminito de viborita en la pared, y que acababa con una puntería exacta detrás del estante de libros donde estaba mi colección. Susto atroz, Lucky Luke no podía tener ese final!

Tuvimos que vaciar todo el mueble, desinfectarlo y tirar varios libros que fueron comidos por los odiosos kupi’i. La colección se salvó raspando, algunos títulos fueron comidos en los bordes de las páginas pero nada más. La guardé lo mejor que pude aunque se que no está a salvo de nada, como nadie.

Quizás su destino no sea estar a la espera porque no tengo el desapego suficiente para pasarlo a otras manos. Está a la espera de que mi hija sea más grade y se la pueda mostrar, compartir con ella esa emoción que seguramente, si sigue en pie para ese momento, le parecerá del viejazo total.

Me encantaría ser coleccionista pero no puedo, seguramente no está en mi tonali. Las cosas no se quedan conmigo mucho tiempo y hasta ahora solo mantengo dos, una máquina de coser que me regaló mi mamá y la colección de Lucky Luke.

Fronteras

Las fronteras despiertan sensaciones contradictorias. Por un lado nos sumergimos en la emoción que despierta entrar a otro país, a una topofrafía nueva y gastronomía diferente, o, en caso de que lo hayamos visitado con anterioridad, nos introducimos a la ansiedad que produce saber que pronto vamos a reencontrarnos con gente que queremos, paisajes que recordamos. Estas sensaciones son únicas, es el momento en que se está por cruzar un umbral que nos encierra todo tipo de experiencias y es lo mejor, una de las aventuras más buscadas y valoradas donde cada minuto vale la otra sensación contradictoria: el pavor que produce cruzar fronteras, enfrentarse a la aduana y a los encargados de migración que miran tu pasaporte cual si fueras un buscado por la Interpol.

Cada país despierta esa paranoia. No sé si en otra vida fui una de las “mulas” que cruzan las drogas o si prófuga de la justicia, pero cada bajarse del avión o del colectivo y enfrentarme con los trámites migratorios es lo mismo. Me sudan las manos, se me agrandan los ojos, tengo todos los síntomas de los criminales con conciencia, aunque en mi maleta no lleve ni alicate y conmigo no porte cintos con hebillas de metal, ni nada que pueda sonar el atroz pipi que paraliza el corazón.

La frontera Paraguay-Argentina es sin duda la que más veces crucé. Cada vez que iba a ingresar a tierra paraguaya sabía que me esperaba atravesar la boca del león. Cuando veían que era argentina y radicaba en Paraguay me pedían documentos de radicación, documentos de retorno al país, miraban seriamente mis sellos e igual trataban de buscar la excusa perfecta para sacarme dinero. Años después me nacionalicé paraguaya y por un breve tiempo dejé de tener problemas hasta que nació mi hija en Argentina. A partir de allí empezaron nuevos problemas con la documentación que hacían que los demás pasajeros me quieran abandonar en Puerto Falcon, a pesar de que realmente yo tenía mis papeles en orden.

En México recuerdo temblar cuando justo la familia que estaba delante mío fue llevada a la “salita”, esa salita donde te llenan de preguntas y te revisan de pies a cabeza. Recuerdo cuando respondía las preguntas mi voz salía finita, como la de una gallina cerca de convertirse en caldo. Finita mi voz, pálida yo y con los ojos como que acababa de ver un muerto. Si me preguntaban algo más iba a decir que yo era culpable sin saber ni porqué. Al final pasé pero a la familia que venía de Bolivia no la ví después de recoger mi equipaje, no la vi al salir. Creo que el problema era ser de Bolivia. Cuando venimos de países pobres nos tratan así, de ahí la paranoia.

Pero sin duda mi peor entrada a un país fue cuando ingresé a Panamá por Puerto Obaldía.Ya cuando salí de Venezuela cruzando la Guajira y con retenes cada dos por tres creí que nada me iba a volver a asustar, que equivocada!!!

Al ingresar a Colombia con Amadeo averiguamos las opciones que teníamos para ir a Panamá. No eran muchas, barco hasta Puerto Colón, avión hasta Panamá City y ya. Seguimos averiguando hasta que nos contaron de Turbo.

A partir de Turbo ya no hay más caminos por tierra, sólo podes tomar una lancha hasta Capurganá. En Turbo tramitas tu salida de Colombia porque a partir de allí desaparece Migraciones y desaparecen los sevicios de luz 24 horas, el agua caliente, los autos, algunas cosas. Pero Capurganá, gracias a eso, es un paraíso casi virgen, lleno de manglares y mar caribe. Sólo cerca de la costa hay algunas casitas que hospedan a los turistas, lo demás es selva impenetrable. Allí, muchos sobreviven siendo lancheros, lancheros que te llevan a Turbo, Acandi o Puerto Obaldía en Panamá.

Cuando hablo de lanchas, hablo de canoas de madera con motorcito. Generalmente a la hora de viajar nos acomodamos de dos en dos a lo largo de la lancha para equilibrar el peso y empezamos a desafiar las olas fuertes. Es habitual que se den vuelta las lanchas, y es habitual que la gente vomite en el trayeto. Me tocó ver como varios de mis compañeros de viaje vomitaban a los lados de la lancha, usando el amplio y turquesa mar como depósito de sus deshechos. Me tocó verlo y me tocó concentrarme en dominar mis propias náuseas tratando de continuar. Pero Capurganá es hermoso y hasta allí valen las pena los mareos.

Para cruzar a Panamá hay que negociar en Capurganá con un lanchero. Cuarenta minutos de viaje después estarás en la costa de Panamá. Desde allí es la única manera de llegar porque el resto es selva impenetrable para todos menos para las FARC. Entonces los militares no se concentran en zonas estratégicas de la selva sino en Puerto Obaldía, el pueblito con calles de arena que no debe sobrepasar los 5 km a la redonda, el pueblito rodeado de militares, habitado por militares y donde los mismos miitares o sus mujeres son los pocos comerciantes.

Pero nosotros no lo dimensionamos hasta que el lanchero nos dejó en las costas de Puerto Obaldía y tres militares armados con metralletas y con ganas de hacernos papilla nos recibieron apuntándonos a la cara. “Adiós”, nos dijo el lanchero y con Amadeo vimos como se iba nuestra huida. Apuntándonos nos preguntaron que hacíamos allí y les dijimos con voz nuevamente de gallina a punto de ser degollada que queríamos a entrar a Panamá. “Pasen” nos dijeron y nos hicieron caminar por un polvo desinfectante que estaba ubicado a metros de la costa. Después que nos desinfectaron, nos llevaron a los puestos de migración y aduana donde nos revisaron absolutamente todo nuestro equipaje, hasta abrieron los bollitos de las medias.

Una vez sellados nuestros pasaportes, demostrados que portábamos 500 dólares en efectivo (sino no te dejan pasar) y media hora después de haber acomodado todo de vuelta en las valijas ingresamos al pueblo donde sólo había un hotelito, un comedor enfrente donde la misma propietaria era del hotel y a dos cuadras una agencia de viajes donde el hombre era cuñado de la mujer del hotel.

Allí nos dijeron que no había pasajes hasta dos días después porque los pasajes en realidad no son tales, ellos prefieren usar los lugares de las avionetas para transportar a los soldados que vuelven con provisiones y de paso, te obligan a quedarte unos días en las costas panameñas.

Esta costa no es el paraíso que uno sueña. No hay playa, solo piedras y después un oleaje tremendo que si te tiras terminarás probablemente desnucado. Caminar por el pueblo no está muy permitido porque en cada extremo de un perímetro de aproximadamente diez cuadras hay un soldadito armado que te pregunta adonde vas, siempre sin dejar de apuntarte.

Con Amadeo realmente pensamos que allí podíamos desaparecer sin dejar rastros, no hay internet ni teléfono habilitado para turistas así que realmente podíamos desaparecer sin dejar rastros. En el hotelcito que no tenía ni ducha, solo baldes grandes y palanganas de agua fría, y que cobraba más caro que un buen hostal en Salvador, Bahía, conocimos a una pareja de colombianos que estaban en la misma que nosotros y con ellos matamos el tiempo, y el miedo tomando café y jugando a las cartas hasta largas horas de la noche.

Al final llegó el gran día y nos fuimos de allí. Subimos a una avioneta cargada de cajas y tambaleando (la avioneta volaba bajo y por el peso no tenía estabilidad)llegamos a la capital de Panamá. Cuando Migraciones me hizo las preguntas de rutina mi voz salió normal, por lo menos esa semana me llené de coraje con las aduanas y los agentes. Ahora el coraje se me fue y soy la misma de siempre, pero cada vez que cruzo una frontera trato de recordar esa experiencia, total, mientras no haya nadie apuntándome a la cabeza está bien, puedo seguir adelante, al menos si desaparezco supongo que alguien se enterará.

Armando y el terremoto del 85



Todos hablamos de los terremotos. No terminábamos de digerir lo de Haití cuando se vino el de Chile. Y entre tanto movimiento mi cabeza recordó a un buen amigo, el pintor Armando Desigaud, uno de los pocos sobrevivientes en su escuela cuando en setiembre de 1985 a todos sorprendió el terremoto en México. Armando fue la primera persona que conocí que había vivido un terremoto. Eso fue hace cinco años cuando vivíamos en Cancún. Claro que había escuchado historias pero no en primera persona, después vinieron más relatos porque en México hay muchos relatos sobre eso, pero hasta el día de hoy el de Armando es el que mejor recuerdo.

En el 85 Armando tenía 14 años. Fue a estudiar como un día cualquiera y cuando empezó el temblor todos los niños hicieron lo que les habían enseñado: ponerse bajos los pupitres, tirarse al suelo. Él salió del aula corriendo y se puso contra la pared en el pasillo de la escuela. Inmóvil esperó a que terminen esos eternos dos minutos que cambiaron su vida para siempre. Al terminar no se entendía más que la muerte. “Allí murieron mis amigos, mi mejor amigo”, me dijo una vez. Allí murieron todos menos tres.

A partir de aquel episodio la salud cambió. Empezó a tener problemas en el corazón y los médicos no podían encontrarle la causa exacta. Le faltaba el aire y hasta propusieron operarlo usando como argumento que si no no iba a legar a los 20 años. En contra de todos los consejos médicos, empacó y se fue de viaje. “Fui al desierto y conocí el peyote. El peyote me salvó la vida”.

Aseguró que el peyote le permitió viajar adentro suyo, mediante esa exploración entendió que sus problemas del corazón derivaban de traumas. Así decidió mudarse del DF y coincidentemente sus problemas de salud nunca más vovieron.

Cuando lo conocí, él y su mujer vivían en un departamento repleto de pinturas y era grato ir a visitarlos. Tenían un gato que un día llegó semi moribundo tras una trifulca y él se introdujo en el mundo de los felinos domésticos, llegando a pintar una serie que particularmente me gusta mucho (una de sus pinturas de la serie ilustra esta entrada), sobre los gatos en la noche.

Al poco tiempo nos pegó el huracán Emily en las costas de Quintana Roo. Fue nuestro primer huracán. Pocos meses después mi esposo y yo viajamos. Fue un lunes cuando volamos y tres días después pegó el huracán Wilma. “No regresen” nos dijo dos meses después Armando por teléfono, “Esto es un desastre”. Pero no le hicimos caso y regresamos. El día que llegamos salimos a caminar y en el Parque de las Palapas que ya no tenía una sola palapa me senté y lloré, a conciencia que lo que veía no era nada en comparación de lo que pasó.

Cuando nos reencontramos con ellos nos contaron de las faltas de agua, alimentos, trabajo, turistas y de cosas, ya que tuvieron que tirar gran parte de sus pertenencias: la ropa humedecida al grado de hacerse inservible, los artefactos eléctricos quemados, algunas obras arruinadas. Pero también nos mostraron muchas pinturas nuevas, surgidas a raíz de esa experiencia.

Al final todos nos terminamos yendo de allí con algunas experiencias más en el bolsillo. Rercuerdo a Armando y sus mudanzas y pienso que no tenemos muchos lugares donde correr. Algunos lugares tienen terremotos, otros huracanes y maremotos, otros carteles de narcotráfico. En ciertas zonas morimos de calor y en otras de frío. Nos mata el tráfico y en ciertos pueblos el aburrimiento. Huimos de un desastre pero nos persigue otro. Afortunadamente hay gente como Armando, que pese a todo con su pincel llena los episodios de color.

Plata yvyguy

Quizás uno de los sueños más comunes sea ganarse la lotería. Muchos hacen planes mientras raspan y raspan con ansias esperando el numerito de la suerte que haga que el corazón vuelva a latir. En Paraguay, además de lotería tenemos plata yvyguy (enterrada en guaraní), un clásico a la hora de contar historias de misterios. La guerra de la Triple Alianza, entre varias otras secuelas, dejó oro enterrado para los numerosos soñadores del dinero fácil, que creo somos todos o casi todos.

Cuando terminé de leer “Los brujos del poder”, del periodista José Gil Olmos, en el cual desentraña las aficiones de los mandatarios mexicanos por el espiritismo, ritos y brujerías, recordé que las creencias en lo que no vemos está en todas partes, vayas donde vayas, permanentes como el cielo y el suelo que se pisa.

Cuando era chica devoraba a Mark Twain. Yo quería estar ahí, adentro de las aventuras de Tom Sawyer, descubriendo el tesoro con Huck y Tom. En ese mundo lleno de edificios quería vivir una historia del 1800 a orillas del río Missisiippi y vi una luz a esa esperanza al poco tiempo en que mis padres compraron nuestra casa de Paraguay.

Como la casa se modificó bastante, no nos mudamos directamente allí ya que las obras duraron más de seis meses. En ese tiempo, los albañiles empezaron a encontrar velas, plantas, cajitas y demás objetos raros que al parecer, la anterior inquilina había ido enterrando durante alguna especie de rito.

“Tenés que traer a alguien que bendiga la casa”, le dijeron en seguida a mi mamá que rápidamente contactó a un sacerdote para que vaya a tirar agua bendita. Pero como todos estaban al pendiente de las maldiciones que caían sobre nuestras cabezas mi prima contactó a mi vieja con alguien “muy eficaz”, como la calificó. Esa persona era Graciela, una mujer de unos 40 años con el alias “tupí guaraní”.

La fama de Graciela trascendió de boca en boca más allá de barrio Jara. Mujeres y hombres, sanos y enfermos iban a su casa y le pedían que les rece, que les de remedios yuyos, que los aconseje. Ella no tenía una tarifa, la gente le dejaba lo que podía o quería, dependiendo seguramente del tamaño de lo solicitado. Y ella, uno por uno, los atendía en una pequeña y humilde piecita sin revocar construida en el patio de su casa, donde rezaba hasta que su cuerpo era poseído por un curandero guaraní con grandes conocimientos en las plantas medicinales.

Semejante suceso era digno de verlo. Por supuesto, mi mamá se contactó con Graciela que le dio una fecha y una hora para visitar la casa embrujada. Le pidió que prepare cigarros, velas, carbón y no recuerdo si algo más. El día señalado y no con poca curiosidad, fuimos a la casa en construcción. Graciela fue a una de las piezas y se arrodilló contra la pared, dándonos la espalda, bajó la cabeza y no sé si estaba rezando pero segundos después su imagen era distinta. Empezó a caminar encorvada, el pelo sobre la cara, dejó de hablar en tranquilo español para hablar un guaraní cerrado. El esposo de mi prima y mi prima hacían de traductores y nosotros la seguíamos mientras empezó a recorrer velozmente toda la casa descalza y en la oscuridad, a pesar de que la superficie tenía vigas y hierros punzantes.

En guaraní, dijo que en la casa habían hecho muchos “trabajos” y que allí, en un rincón del patio donde antes había un enorme guayabo, estaban enterradas monedas de oro y bebidas añejas, de la época de la triple alianza.

“Uy”, nos emocionamos todos: Mi prima, su marido, mi mamá y yo. En las pupilas veíamos oro. Pero nos advirtió que todo debía ser en silencio, respetando los tiempos.

Tras esa visita todos empezaron a tener sensaciones parasicológicas: Que se escuchaban ruidos, que las sensaciones eran extrañas, el ambiente raro. Yo estaba resignada, mi sexto sentido estaba en decadencia, no recibía mensajes para codificar y sólo era una puberta corriente.

El día esperado, el de la excavación, al fin llegó. Era setiembre y todo estaba en su lugar, las herramientas de trabajo, la comida, caramelos para la baja presión, los rincones abiertos que daban a la calle tapados, todo bajo control. El tupí aseguró que el tesoro estaba como a dos metros y hasta ese mismo día mi papá que trabajaba en otro país, llamó por teléfono para persuadirnos a dejar el experimento, o sea, nos mandó a todos a la mierda. Sus argumentos de ingeniero no se basaron solamente en recalcar que con un pozo profundo podíamos tirar todo abajo, que alguien se podía morir haciendo semejante estupidez. También abarcaron las calificaciones de están todos locos, muchos nervios y su reiteración de que no iba apoyar semejante bobada. Pero él estaba lejos y no tuvo gran influencia. Nosotros queríamos oro.

Uno de mis hermanos dijo “yo me las tomo” y se fue a dormir a otro lado, otro optó por tomar la pala. Yo tenía doce años y me limité a ser una espectadora.

Se empezó a cavar como las nueve de la noche. Los hombres de pala eran mi hermano, el marido y hermano de Graciela alias “la tupí”, y por supuesto, el marido de mi prima que no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerse de algunas monedas brillantes. Él tenía todo planeado, decía que había que cruzar a Bolivia para cambiar el oro en cash, seguramente estuvo noches en vela ideando un plan. Pero en ese momento todos estaban en la misma, turnándose para aumentar el pozo. A la madrugada se llegó a los dos metros, la excavación continuó porque seguro la riqueza estaba cerca y así se llegó a los tres metros. Empezó a amanecer y la luz del día nos encontró sin nada, con sueño, ellos cansados y con un pozo feroz.

Graciela estaba anonadada. Al parecer sus comunicaciones no eran de punta y el tupí no apareció más dada una mala recepción. “Voy a consultar”, nos dijo antes de ir a su casa y en mi casa, mirando el profundo agujero, se procedió a taparlo. Adiós Bolivia, adiós brindis con bebidas añejas.

Tiempos después el sitio del pozo se seguía hundiendo con cada lluvia. Ni a Graciela ni al tupí se los buscó más, y en el patio se puso piso intentando sellar esta historia. “Si haya algo que se quede ahí”, dijo mi mamá molesta, y en mi casa se acabaron las aventuras con el más allá.

Yerba Mate



Cuando vine a vivir a México era conciente que dejaba atrás algunos hábitos culinarios: las empanadas de Don Vito, los asados de la parrilla de a la vuelta de mi casa, las galletitas anillitos de chocolate, entre otras cosas. Antes de viajar, me di todos los gustos, abusé de todas aquellas cosas pero algo seguí ingiriendo al mismo ritmo, mis rutinas de mate o tereré dependiendo del clima. Estaba completamente tranquila porque las veces anteriores que estuve en México conseguí la yerba mate sin problemas, en Toluca, DF o Cancún, siempre había una tienda que exhibía mi preciada infusión.


Hace cinco meses que vine a Zacatecas y como ya no viajo sola, sino con una bella criaturita, di por obvio conseguir la yerba y me preocupé de otras cosas, de si iba a encontrar su marca de leche, sus cremitas y de empacar las miles de cosas que requiere un bebé. Afortunadamente, al llegar me encontré con que todo eso estaba en su lugar, en sus góndolas, pero no encontré ningún sitio que exhiba yerba mate. Era mi primera semana acá y lo llamé a mi hermano que vive a 9 horas y le dije que no tenía para tomarme un mate y que viajaba esa noche para allá. Coincidió con un viaje de mi padre y le pedí que me traiga lo indispensable, la yerba mate de ese personaje mitológico del Paraguay.


Como en el estado de México se vende yerba mate, de ese viaje me traje como cinco paquetes, los que me trajo mi padre y lo que compré allá, pensando que con eso estaba todo bien, que regresaba a Zacatecas sin parecer contrabandista pero cargada de municiones para un tiempo decente. Nunca de hecho hice ni el cálculo de cuantos mates por mes nos tomábamos en mi casa, ya que es tan natural tener yerba como tener azúcar o sal que tampoco jamás hice el cálculo de cuanto se consume por mes y lo que parecía una despensa para tiempos de guerra se acabó, murió. Los últimos polvitos de yerba mate los puse en una pequeña mamila (porque también me olvidé de comprar el recipiente del mate) pero no me dieron ni para cubrir tristemente la bombilla, terminé tomando agua caliente. Eso fue hace casi tres semanas y desde allí empezó mi ruina.


En mi trabajo se están atrasando con mis pagos y voy todos los días a luchar contra el burrero, si llegara a mi casa y me tomara unos buenos mates la vida estaría mejor. Pero no. En mi desesperación llamé al único argentino que conocí en esta linda ciudad pero él ya no toma más mate (seguramente a fuerza) y la mujer me dijo que quizás tendría que mandar traer del estado de Aguascalientes porque en todas las tiendas probables que me nombró de aquí no había, ya me las había recorrido todas.


Como no me pagan no tengo plata para escaparme a ver a mi hermano y traer mis provisiones para el otoño. Abro la heladera a cada rato y encuentro manzanas, naranjas, verduras, carnes, nada que se le parezca y como todo lo que no se le parezca aunque de los nervios ya bajé como tres kilos de peso. Este invierno está marchando un poco mal, parece que voy a tener que buscarme una chamba ubicada al lado de una tienda donde en sus góndolas recuerden a los sudamericanos desesperados.

Migrantes


En Zacatecas la gente es solidaria con los migrantes. “Por cada zacatecano que ves, tres están en Estados Unidos”, me dijeron una vez. Y ha de ser cierto, porque cuando llegaron las fiestas de fin de año el flujo automotor se triplicó y las patentes eran de Texas, California y Houston. Cuando algún zacatecano pasa por las vías del tren, irremediablemente deja alguna moneda a los amigos que esperan el aventón al norte.

Los de Migraciones los tienen fichados. Saben el lugar donde están y cada tanto pasan a verlos. A veces se llevan a algún indocumentado, otras los dejan estar. En su mayoría son hondureños, salvadoreños o guatemaltecos, aunque siempre se hagan pasar por mexicanos, lleven tatuada en el brazo la bandera mexicana y sepan el Himno Nacional.

- “¿Es verdad que les piden que canten el himno mexicano?”, aproveché para preguntarle a un funcionario de migraciones cuando fui a buscar el anhelado FM3 (documento de radicación).
- “No, ya no”, me contestó.
- “¿Y cómo los identifican?
- “Les hacemos preguntas de su ciudad, de geografía. A veces nos dicen que no saben nada y como no portan documentos no podemos hacer nada hasta que se delaten solos, al decir una palabra de su país que acá no se conoce. Hablando nos damos cuenta, pero tenemos que tener mucho cuidado, no sea cosa que detengamos a un mexicano”.

Cuando vivía en Cancún yo estaba como turista aunque tenía empleo. Tenía una compañera fotógrafa de ascendencia rusa que estaba haciendo una cobertura en la terminal ADO cuando llegaron dos agentes de migración y la tomaron del brazo, tratando de llevársela. Enfurecida, le gritó a uno: “¿Adónde me vas a deportar cabrón? ¿Al DF?”. El reportero que la acompañaba escuchó los gritos y mostró su credencial a los agentes y rescató a la Jeru que no portaba la suya. Los agentes se querían matar y no sabían como enmendarse.
- “Acá tenemos detenidos”, me cuenta el de migración y me devuelve a la realidad.
- “¿Acá, dónde?” De afuera las oficinas parecen de una sola planta y pequeñas.
- “Esto es un edificio, hay tres pisos más abajo”.
- “¿Sí?”
- “Sí. Es muy fuerte esto. Ellos para viajar venden todo lo que tienen en su país y cuando los detenemos nos dicen que les estamos robando un sueño. Cada migrante es para hacer una película”.

Días después un señor me contó que es amigo del dueño del edificio donde está Migraciones y que antes, hace muchos años, era un antro. “Estaba muy padre”, me dijo, recordando los subsuelos donde se bailaba y que ahora son escenario de horas interminables para los hombres, mujeres y a veces niños, que esperan ser trasladados al DF para su próxima deportación.

Hace unos años, en Guatemala, viajé con un montón de indocumentados. Mi esposo y yo teníamos documentos pero como queríamos ir al estado de Quintana Roo y de ciudad de Guatemala solo teníamos dos alternativas por tierra: Ir a Chiapas con el Ticabús o viajar a Belice y pagar la visa de 60 dólares por cabeza para cruzar por ahí. Pero estábamos buscando una alternativa más directa y barata. Un rasta mexicano que conocimos en la zona 1 de la capital nos habló de Flores, lugar hasta donde el mapa marcaba la ruta. Nos dijo que de allí podríamos tomar un bondi hasta El Naranjo y cruzar en lancha el río Tenosique para entrar a Tabasco, México.

Lalo fue el único que sabía del trayecto y seguimos al pie de la letra sus indicaciones. En Flores tomamos el autobús tal como nos dijo, junto a otras dos personas. Cerca de El Tikal el ómnibus paró y una hora después llegó otro autobús atiborrado de personas que se bajaban a prisa para ir subiendo al transporte en el que íbamos nosotros. Uno a uno fueron ocupando todos los asientos hasta que ya no hubo más lugares vacíos y se acomodaron en los pasillos. Terminamos abarrotados.

“¿De dónde vienen?”, preguntamos. Y venían de Nicaragua, El Salvador y Honduras. Ellos estaban tomando la ruta de los ilegales, los sapos de otro pozo éramos nosotros. Casi todos ya habían hecho el trayecto, tal es así que cuando llegamos a El Naranjo nos dijeron donde podíamos hospedarnos. Los Mojados eran tan esperados en los comedores y hoteles de El Naranjo así como son esperados los springbreakers en Cancún.
Fue grato estar ahí, en un pueblo sin documentos donde los únicos perdidos éramos nosotros, tanto, que el dueño del hospedaje se ofreció a llevarnos al puesto de migración, que quedaba bastante lejos. Cuando los funcionarios nos vieron llegar les dio curiosidad, y mientras nos sellaban los pasaportes nos preguntaron de todo, en especial qué hacíamos allí.

Quien sabe realmente que hacíamos allí pero fue genial. Volvimos al pueblo y nuestros amigos nos compartieron su ruta. Al amanecer tomarían una lancha que los dejaría a una hora de los puestos de migración mexicanos y caminarían como tres días por la selva. Les deseamos el mejor de los viajes.

Cuando pienso en los detenidos de Zacatecas me da pena pensar que tras tantos esfuerzos algunos no llegan adonde quieren, y no quiero ni pensar en los heridos de las vías. El mundo está lleno de fronteras y me encanta imaginar que todos logran burlarlas.

El tío Cacho

De niña mi ídolo era el tío Cacho. Realmente no era mi tío, era el sobrino de mi papá pero como era más grande que él iba a ser medio ridículo decirle primo. El tío Cacho era lo máximo, tenía en el antebrazo derecho un corazón flechado, y era un tatuaje como los de los carceleros, hecho por manos inexpertas y con tinta china. Llegaba y le pedía ver su tatuaje que me hacía pensar que mi tío era como un héroe marinero y aventurero.

Pero él no era marinero, era farmacéutico, usaba un delantal blanco y trabajaba en una farmacia sobre Avenida la Plata a tres cuadras de la Av. Rivadavia y a dos de la casa donde viví de chica. Cada vez que pasábamos por ahí mi madre me avisaba que el tío estaba trabajando y que no le rompa los cocos, pero cada vez que pasaba por ahí yo no paraba de joder hasta que me llevara a saludarlo. En la farmacia siempre había filas de personas y era una farmacia de los 80, cuando aún el mostrador era de madera oscura barnizada y adentro olía a mezcla de medicamentos y no a perfumería y golosinas como las de ahora. A mí me encantaba el olor de la madera con los medicamentos, y como no llegaba a la parte alta de la mesada mi mamá tenía que alzarme y yo le gritaba “Hola tío Cacho” y esperaba mi abrazo. Pobre tío Cacho, las vergüenzas que le habré hecho pasar.

Pero mi tío era lo máximo. Casi tan cool como el tío de Cecilia. Cecilia tenía un tío tan canchero que se llamaba Carlos y le decían Charly, y como mi tío, tenía bigote pero bicolor. ¿Qué te canta Charly?, le preguntaba a Cecilia, y se ponía a cantarme “Mr. Jones y pequeñas semblanzas de una familia tipo americana”. Cuando iba a su casa, al abrir la puerta nos recibía una foto enorme del hermano de su papá tocando la guitarra. Y ella entraba en el mismo orgulloso trance que yo tenía cuando olía los fármacos y la madera del trabajo de mi tío.

Mi tío cocinaba como un dios y el suyo cantaba el himno nacional formato rock, el mío tenía un tatuaje de tinta china y el suyo se bajaba los pantalones ante un público feroz. Nuestros tíos eran unos grosos.

Tal es así, que esos años en Buenos Aires, sin más parientes que mi tío y su familia, soñaba con tener más tíos, primos y abuelos cerca. Los tenía pero todos vivían en Paraguay y casi ni los conocía. Pensaba que allá me esperaba un mundo lleno de tíos Cachos, con bigotes, tatuajes y delantales.

Cuando terminó la dictadura en el Paraguay y mi padre liberal pensó que era la hora de volver, conocí a varios de mis parientes y me llevé una gran decepción. No tenían nada de mi tío genial, nada. Por lo contrario, me encontré con primas chusmas, tías odiosas y tíos con la nariz roja de tanto alcohol en las venas. Cuando iba a visitar a mi padre y los veía terminaba sintiéndome tan decepcionaba que opté por no ir más. En la familia de mi madre zafaba uno, el tío Carlos, hermano de mi abuela. Vivía al lado de mi casa, también tenía bigotes y un auto viejo amarillo que manejaba como un animal. La mujer le escondía las llaves para que no salga a las calles pero él se ofendía y las terminaba encontrando igual. No es que andaba como loco, es que no veía nada, era un Mr. Magoo al volante.

“Allá va el tío”, me señalaba mi madre y lo veía doblar sin mirar, y escuchaba los bocinazos y los insultos. Un día su auto amarillo quedó bajo un colectivo y no lo pudo reparar más. Se acabaron sus años de manejo.

-“Vamos a visitar a tu abuela”, me decía mi madre.
- ¿Va el tío?”, le preguntaba,
- “No”.
-“Paso, paso”.

Pero si el tío iba yo estaba enlistada en un dos por tres. A la hora de la siesta mi abuela y mi madre iban a acostarse pero mi tío tomaba el diario, yo preparaba un frío tereré, sacábamos las sillas al patio y charlábamos horas y horas. Adoraba al tío Carlos pero el se murió como se muere la gente y las visitas a lo de mi abuela con primos, primas y demás también se volvieron tan tristes que opté por no ir más.

Hace menos de un año a mi padre le pusieron dos by pass y todos sabemos que el hospital es punto de encuentro de las familias.
“Hay que estar acá,” me dice la hermana de mi viejo con su lengua venenosa,”porque no queda bien que vengan las amistades de tu papá y no haya ningún Fatecha presente”. “Mmmmmmmm” le contesté como vaca en el matadero, pensando que no sé que era peor, si estar como mi viejo adentro sobreviviendo la operación o en la sala de espera escuchando semejante frase.

Tengo una familia numerosa, pero en semejante familión reivindico a mis dos tíos que no eran tíos. Ahora comprendo a mis amigos de Buenos Aires que se quejaban de esas visitas familiares que para mí eran soñadas. Definitivamente los buenos tíos son pocos y cuando aparecen habría que aprovechar la ciencia y realizar algunas cuantas clonaciones.

Cabañas

Balearon a la estrella de la selección, balearon a Cabañas. Un bar del DF fue el escenario y nuestro paraguayo de oro está batallando con una bala en la cabeza.
La emoción que nos invadió a todos fue desbordante, difícil de canalizar. Los paraguayos se unieron y fueron a llorar y dar fuerza a la cancha, se manifestaron, abrieron sitios en el Facebook, se indignaron.

Me comuniqué con muchos amigos que me relatan sus experiencias, lo que van a hacer, todo lo que está ocurriendo en Paraguay, donde el país está sensibilizado hasta la médula porque Cabañas no es político, ni crea divisiones. Hoy todo Paraguay de esa manera invisible pero omnipotente, se siente en el aire y yo lo siento desde tan lejos, a 10 mil kilómetros de distancia, desde México, lo siento, aunque claro que me gustaría estar un rato allá, compartiendo con mis compatriotas como hinchada de un partido que no se juega allí, sino en un hospital del DF.

Aquí también está la pena, los hinchas del América se agarran la cabeza y siguen minuto a minuto noticias nuevas. Pero el América no es la selección y el dolor está aunque no de manera nacional.

“Lo sentimos mucho”, me dicen mis amigos mexicanos, “que triste”, y nadie tiene más palabras para algo que nadie entiende: Le dispararon a Salvador Cabañas.

Los adornos del ex “presi”


Estaba en Paraguay hace seis meses preparando una publicación para la raza Nelore. En el contenido, iban a entrar pequeñas frases de todos los presidentes que pasaron por la asociación, un párrafo, dos cortos a reventar, pequeños mensajitos para los criadores y socios de la especie.

En la lista figuraba el ex presidente de la república, Juan Carlos Wasmosy. Recuerdo que cuando quise la entrevista casi me corta el teléfono diciéndome que estaba por viajar a Sao Paulo por unos días y que no.

Una semana después me llama la gerente de la asociación para avisar que ese día Wasmosy nos esperaba a las 8 de la noche en su casa para darnos la entrevista. “Pucha” pensé, “va a querer una página sobre lo que debe ser un simple mensajito de buena fe a los criadores”. Pero como no podía perderme la oportunidad de entrar a la casa del polémico ex presi, allí estaba alistada.

La casa de Wasmosy en Asunción llama particularmente la atención. Es una manzana entera y en las esquinas y medias cuadras tiene los puestitos de seguridad que hacen que uno siempre que pasa enfrente piense en un fuerte y hasta se intimide por las cámaras que filman a la gente que pasa por la acera.

Al intentar ingresar a la propiedad, los guardias nos hicieron esperar en la casita/oficina que tienen en la entrada, un dos ambientes con aire acondicionado, nada que un adolescente en vías de independencia desaprovecharía, y claro, un enorme cuadro del ingeniero con su banda presidencial y sonrisa blanqueada. Habremos estado una media hora mientras ellos se comunicaban por los Walky Talkies antes que nos dejasen entrar. Al aprobar el adelante nos dijeron donde estacionar el vehículo de la editorial que nos mandaba y nos hicieron dar una vuelta por el exterior de la casa guiándonos hacia la entrada principal que, a diferencia de la enorme cocina que estaba frente al puesto central de seguridad, estaba completamente cerrada.

Frente a la puerta de madera trabajada nos hicieron esperar otros minutos, ya que el guardia hizo el retorno del camino, entró por la cocina y desde dentro de la casa fue a la sala principal a abrirnos la puerta. Con Amadeo, fotógrafo y esposo, ya estábamos asombrados de la parsimonia pero nuestro asombro real vino después, cuando al abrirnos la puerta nos recibió una imagen jesuítica tallada. “Siéntense, pónganse cómodos” nos dijo muy amable el guardia, “el ingeniero ya viene”, y nos guió hasta una sala que bien podría haber sido pista de baile.

Los sillones de cuero rodeaban por los cuatro laterales una mesa que tenía función de las clásicas ratonas. Medía aproximadamente un total de tres metros de largo y uno y medio de ancho, era de vidrio con bordes de madera y completamente hermética, ya que sellaba con furia toda clase de reliquias de guerra. Sables, cañoncitos, cuchillos, granadas y bronce, oro y plata pero mucho, mucho bronce y mucho patrimonio cultural posiblemente proveniente de la guerra de la triple alianza y del chaco se exhibían en la mesa en la que usualmente apoyaríamos los bajos rango clase media, los pies mientras leemos una revista. Por supuesto, mis ojos de huevo frito aprovecharon con indiscreción la ausencia del ex presi para mirar a mi santo antojo, mirar a Amadeo y volver a mirar la mesa con ojos de huevo frito. Y él, claro, que ni me pelaba, aprovechó para sacar unas cuantas fotitos del museo que teníamos enfrente.

En eso oímos unos pasos, nos sentamos bien rectos en los sillones y cuando se acercó, nos paramos para saludar a Wasmosy. Una vez acomodados, empezó la entrevista que solo giró en base a la raza Nelore, su experiencia, consejos y demás. Otras dos personas estaban con él, formaban parte del comité técnico de la asociación y contribuyeron con datos vacunos. La conversación se limitó a eso. Una hora después, nos despedimos y camino a casa ni nos acordamos de las vacas, la sala de Wasmosy lo ocupó todo.

Cuando un presidente se va siempre queremos saber con que se fue, ya que no deja el Mburuvicha Roga con sus dos simples patas. Se habla de cuentas en Suiza, de robos y dinero que se va vía aeropuerto, de autos lujosos pero nunca pensé en las vidrieras de exposición en las salas de los ex presi. ¡Vaya que tenemos gobernantes amantes de la historia!

Calor


En Paraguay hace un calor de perros.

Lo saben los yuyeros. Lo saben los albañiles que paran en la siesta. Lo sabe el colectivero, los pies descalzos, los vendedores de ventiladores y aires acondicionados.

Lo saben los niños que se bañan en el río, los mennonitas, los indígenas, el Chaco, la sequía, los mosquitos, los que tuvieron dengue, los loros de Humberto Rubín, las señoras con baja presión, la piel, los desodorantes, los colchones pegajosos, las mujeres desnudas y las piernas con pantalones.

Lo saben los maestros, los que nunca vieron la nieve, los cortes de luz, los perros que buscan la sombra, los que llegan por aeropuerto, el que carga combustible, el que pedalea, el que camina, lo sabe la cerveza helada en la garganta y la ardiente mediterraneidad.

En Paraguay lo saben todos y todos sabemos lo mismo: Hace un calor de perros.

Fabricante de flautas

Mario estaba sudado de pies a cabeza. Sin remera dejaba a la vista un físico delgado pero fibroso. Sólo una bermuda desgastada lo cubría del leve viento de un ventilador que daba vueltas algo lentas para apaliar los grados de calor. La oficina, el piso de cerámica. Agachado y con las plantas de los pies bien apoyadas, tenía a su merced decenas de tubos de pvc por un lado y otra decena de palos de bambú por el otro. Con fuerza y obsesión tomaba una varilla, la envolvía con un papel lija que introducía en el bambú y empezaba a meter y sacar con tal fuerza que solo verlo era cansador. Adentro-afuera, adentro- afuera hasta encontrar la cavidad perfecta. Después, marcaba los lugares donde iban a estar los hoyos a lo largo del tubo y empezaba a taladrar. Nuevamente el papel lija recorriendo los orificios. Pepa pasaba por detrás, y zas, le lamía la espalda de paso, después se recostaba debajo del teclado en el extremo de la habitación. Mario, tomaba su naciente flauta y se acercaba al instrumento encima de Pepa y empezaba con una nota. Do do do do, y posterior a eso soplaba la flauta tratando de encontrar el sonido. Monótono, recurrente, obsesivo, solitario. Lijaba más hasta que salía perfecto. La barba de días, las ojeras, el sudor y el sonido. Re re re re re y el tubo cada vez más flauta.

Libro Vagabundear



La historia, narrada en primera persona, relata la inquietud de la autora por salir del Paraguay para recorrer y conocer otros sitios del continente Latinoamericano.

Tras desprenderse del trabajo, casa, familia y amigos inició un descubrimiento geográfico y a la vez introspectivo que le permitió un sentido pleno de la libertad. Sumado a añoranzas del país, le hizo adoptar nuevos conceptos de patria reforzando una identidad mestiza, característica en toda Latinoamérica.

Bordeando el mar atlántico hasta llegar a México, realiza un viaje-huida peculiar, amparado por una filosofía de busqueda, en la cual se cruza con las mas diversas situaciones, desde la paz de las playas, la incertidumbre ante conflictos centroamericanos como las FARC o las pandillas maras, al mundo rápido del periódico, medio en el cual trabajaba. Sin embargo, a pesar de estar lejos de casa, el Paraguay y sus costumbres, no dejan de acompañarla en cada página.