Plata yvyguy

Quizás uno de los sueños más comunes sea ganarse la lotería. Muchos hacen planes mientras raspan y raspan con ansias esperando el numerito de la suerte que haga que el corazón vuelva a latir. En Paraguay, además de lotería tenemos plata yvyguy (enterrada en guaraní), un clásico a la hora de contar historias de misterios. La guerra de la Triple Alianza, entre varias otras secuelas, dejó oro enterrado para los numerosos soñadores del dinero fácil, que creo somos todos o casi todos.

Cuando terminé de leer “Los brujos del poder”, del periodista José Gil Olmos, en el cual desentraña las aficiones de los mandatarios mexicanos por el espiritismo, ritos y brujerías, recordé que las creencias en lo que no vemos está en todas partes, vayas donde vayas, permanentes como el cielo y el suelo que se pisa.

Cuando era chica devoraba a Mark Twain. Yo quería estar ahí, adentro de las aventuras de Tom Sawyer, descubriendo el tesoro con Huck y Tom. En ese mundo lleno de edificios quería vivir una historia del 1800 a orillas del río Missisiippi y vi una luz a esa esperanza al poco tiempo en que mis padres compraron nuestra casa de Paraguay.

Como la casa se modificó bastante, no nos mudamos directamente allí ya que las obras duraron más de seis meses. En ese tiempo, los albañiles empezaron a encontrar velas, plantas, cajitas y demás objetos raros que al parecer, la anterior inquilina había ido enterrando durante alguna especie de rito.

“Tenés que traer a alguien que bendiga la casa”, le dijeron en seguida a mi mamá que rápidamente contactó a un sacerdote para que vaya a tirar agua bendita. Pero como todos estaban al pendiente de las maldiciones que caían sobre nuestras cabezas mi prima contactó a mi vieja con alguien “muy eficaz”, como la calificó. Esa persona era Graciela, una mujer de unos 40 años con el alias “tupí guaraní”.

La fama de Graciela trascendió de boca en boca más allá de barrio Jara. Mujeres y hombres, sanos y enfermos iban a su casa y le pedían que les rece, que les de remedios yuyos, que los aconseje. Ella no tenía una tarifa, la gente le dejaba lo que podía o quería, dependiendo seguramente del tamaño de lo solicitado. Y ella, uno por uno, los atendía en una pequeña y humilde piecita sin revocar construida en el patio de su casa, donde rezaba hasta que su cuerpo era poseído por un curandero guaraní con grandes conocimientos en las plantas medicinales.

Semejante suceso era digno de verlo. Por supuesto, mi mamá se contactó con Graciela que le dio una fecha y una hora para visitar la casa embrujada. Le pidió que prepare cigarros, velas, carbón y no recuerdo si algo más. El día señalado y no con poca curiosidad, fuimos a la casa en construcción. Graciela fue a una de las piezas y se arrodilló contra la pared, dándonos la espalda, bajó la cabeza y no sé si estaba rezando pero segundos después su imagen era distinta. Empezó a caminar encorvada, el pelo sobre la cara, dejó de hablar en tranquilo español para hablar un guaraní cerrado. El esposo de mi prima y mi prima hacían de traductores y nosotros la seguíamos mientras empezó a recorrer velozmente toda la casa descalza y en la oscuridad, a pesar de que la superficie tenía vigas y hierros punzantes.

En guaraní, dijo que en la casa habían hecho muchos “trabajos” y que allí, en un rincón del patio donde antes había un enorme guayabo, estaban enterradas monedas de oro y bebidas añejas, de la época de la triple alianza.

“Uy”, nos emocionamos todos: Mi prima, su marido, mi mamá y yo. En las pupilas veíamos oro. Pero nos advirtió que todo debía ser en silencio, respetando los tiempos.

Tras esa visita todos empezaron a tener sensaciones parasicológicas: Que se escuchaban ruidos, que las sensaciones eran extrañas, el ambiente raro. Yo estaba resignada, mi sexto sentido estaba en decadencia, no recibía mensajes para codificar y sólo era una puberta corriente.

El día esperado, el de la excavación, al fin llegó. Era setiembre y todo estaba en su lugar, las herramientas de trabajo, la comida, caramelos para la baja presión, los rincones abiertos que daban a la calle tapados, todo bajo control. El tupí aseguró que el tesoro estaba como a dos metros y hasta ese mismo día mi papá que trabajaba en otro país, llamó por teléfono para persuadirnos a dejar el experimento, o sea, nos mandó a todos a la mierda. Sus argumentos de ingeniero no se basaron solamente en recalcar que con un pozo profundo podíamos tirar todo abajo, que alguien se podía morir haciendo semejante estupidez. También abarcaron las calificaciones de están todos locos, muchos nervios y su reiteración de que no iba apoyar semejante bobada. Pero él estaba lejos y no tuvo gran influencia. Nosotros queríamos oro.

Uno de mis hermanos dijo “yo me las tomo” y se fue a dormir a otro lado, otro optó por tomar la pala. Yo tenía doce años y me limité a ser una espectadora.

Se empezó a cavar como las nueve de la noche. Los hombres de pala eran mi hermano, el marido y hermano de Graciela alias “la tupí”, y por supuesto, el marido de mi prima que no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerse de algunas monedas brillantes. Él tenía todo planeado, decía que había que cruzar a Bolivia para cambiar el oro en cash, seguramente estuvo noches en vela ideando un plan. Pero en ese momento todos estaban en la misma, turnándose para aumentar el pozo. A la madrugada se llegó a los dos metros, la excavación continuó porque seguro la riqueza estaba cerca y así se llegó a los tres metros. Empezó a amanecer y la luz del día nos encontró sin nada, con sueño, ellos cansados y con un pozo feroz.

Graciela estaba anonadada. Al parecer sus comunicaciones no eran de punta y el tupí no apareció más dada una mala recepción. “Voy a consultar”, nos dijo antes de ir a su casa y en mi casa, mirando el profundo agujero, se procedió a taparlo. Adiós Bolivia, adiós brindis con bebidas añejas.

Tiempos después el sitio del pozo se seguía hundiendo con cada lluvia. Ni a Graciela ni al tupí se los buscó más, y en el patio se puso piso intentando sellar esta historia. “Si haya algo que se quede ahí”, dijo mi mamá molesta, y en mi casa se acabaron las aventuras con el más allá.