Cuestión de paladar

(con receta de dulce de leche)

Me encanta vivir en un país que no sea el mío. Me fascina, y especialmente me encantan los primeros días, esos que miras todo todo con la boca abierta, babeando.

A Zacatecas llegamos pasadas las diez de la noche. Hacía frío y no vimos gran cosa. Un taxista bien norteño con sombrero cowboy, botas texanas, camisa con cuello y espalda bordadas, nos ayudó a colocar las valijas en el portaequipajes y nos llevó a nuestro hotel. Sólo vimos cerros, calles en subidas y bajadas y algunas cuantas luces. Tampoco estábamos muy preocupados: muertos de hambre, sólo queríamos pedir algo para comer y domir.

Al día siguiente, bien temprano y domingo, salimos a la calle a ver donde estábamos. “Amadeo mirá”, “uy mirá esto”, le decía a mi compañero mientras paseaba el carrito con mi niña. El centro histórico de Zacatecas,declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco me dejó pálida. Las plazas, las fuentes, la catedral, la limpieza, me pareció la ciudad más bella del mundo.

Ese día le escribí a mi madre y le dije lo que sentía en ese momento, que el lugar era tan hermoso que yo me quedaba a vivir ahí, que no me sacaban ni loca. Ya quería amanecer todos los días mirando los callejones con sus casitas coloniales espectadoras de la independencia y la revolución. A pesar de toda la información que busqué antes de viajar no dimensioné nada de lo que era, ni visual ni históricamente.

Me encanta asentar en lugares nuevos porque esa emoción con el tiempo se gasta. Uno se acostumbra a lo bello y lo feo y cuando el paisaje deja de ser pintoresco es lindo viajar, aunque sea de vacaciones, a conocer otros aires. Pero igual, como me gustan las novedades, me encanta saciar mis costumbres, especialmente cuando de gastronomía se trata. Mi estómago reclama milanesas con puré, tartas de acelga, atún o cebolla y queso, empanadas y untarle al pan dulce de leche.

Las milanesas con puré las hago yo a mi estilo, porque acá los empanizados son distintos, las pizzas me las hago con pan árabe, pero el resto de las cosas le creaban un vacío a mi paladar.

Hace dos semanas compramos un hornito eléctrico. Ni pensamos en comprar otra clase de horno porque nuestra vida tiene que ser lo más portátil que se pueda. Todo, sillas y mesas plegables, muebles desarmables, todo tiene que caber en cajas sino no nos sirve. Hasta mis cursos ahora los hago con la Escuela de Periodismo Portátil porque, además de que admiro a Meneses, me parece una manera práctica de aprender sin correr el riesgo de no poder terminar, como me pasó con el profesorado de yoga en Buenos Aires que a mitad del curso me terminé mudando y por ende, lo terminé dejando.

Así que volviendo, con el horno eléctrico empecé a hacer tartas y empanadas con preparaciones de masa casera, chipaguazú que es único y sólo lo encontras en Paraguay y hasta bizcochuelos. Mi suegra me pasó la receta del dulce de leche y tras tres intentos quedó perfecto.

Lentamente estoy aprendiendo a que mis costumbres puedan ser saciadas donde quiera que esté. Aprender a hacer las comidas preferidas es como llevar un talismán a todos lados. Caigas donde caigas vas a hacerlo bien parado.

Receta del dulce de leche:

-Un litro de leche
-1/2 kilo de azúcar.
-Una gota de esencia de vainilla.
-1 Cucharada de bicarbonato de sodio.
-Cuchara de madera.

Ir tirando de a poco en la cacerola a fuego medio la leche, el azúcar y la cucharadita de esencia de vainilla. Mezclar cada tanto y cuando empiezan los hervores tirar la cucharadita de bicarbonato. Allí, casarse con la pala de madera, calzar zapatillas cómodas y revolver, revolver y revolver hasta que te arrepientas de haber empezado la empresa (después al comer el experimento eso se olvida).

Lentamente verás como va adquiriendo color a dulce de leche y se va volviendo más espeso. Antes que se vuelva espeso de todo, poner una cucharadita del contenido en un plato y ver la consistencia que queda cuando se enfría. Eso es re importante, la primera vez me pasó revolver hasta que quede bien espeso pero al enfriarse el dulce de leche me quedó durísimo, onda repostero. Así que se saca antes de que quede espeso y el punto justo se sabe haciendo esta prueba.

Y ya, voilá!

Zacatecas con mucho ritmo

Para los que están con espíritu aventurero (y económico) para viajar a Zacatecas esta Semana Santa, va este post:

Desde el sábado 27 de marzo hasta el 9 de abril, la Plaza de Armas de Zacatecas se convierte en el escenario de artistas internacionales y nacionales de gran talla como Rubén Blades, Kítaro, Lila Downs, Chick Corea y Gary Burton, Yes, Diana Krall, entre otros.

Los conciertos, gratuitos, forman parte del marco del Festival Cultural Zacatecas 2010, evento conocido a nivel mundial por la calidad de los protagonistas. Años pasados Bob Dylan, Omara Portuondo, Caetano Veloso fueron algunos de los músicos presentes.

A continuación, comparto una parte del programa para que puedan organizar las agendas e invitar a los amigos para conocer algunas bandas buenísimas y disfrutar a los artistas preferidos.

CONCIERTOS EN LA PLAZA DE ARMAS

MARZO


Sábado 27
20:30 hs:
Lila Downs, Buika y Mariza abrirán el festival (México, España y Portugal).

Domingo 28
20:30:
Youssou N'Dour (Senegal).

Lunes 29
19:30:
Elefante (México).
20: 30:
Solé Giménez (España).

Martes 30
19.30:
Quinteto Universitario de Jazz (Zacatecas, México).
20:30:
Chick Corea & Gary Burton (Estados Unidos).

Miercoles 31
19.30:
Julieta Venegas (México).
20:30:
Babasónicos (Argentina).

ABRIL

Jueves 1
19.30:
Mumiy Troll (Rusia).
20:30:
America (Inglaterra).

Sabado 3
19.30:
Sonex (Jalapa, México).
20:30:
Rubén Blades (Panamá).

Domingo 4
19.30:
Los Pinguos (Argentina).
20:30:
Baaba Maal (Senegal).

Lunes 5
20:30:
Yes (Inglaterra).

Martes 6
19.30:
Orquesta de Provincia de Beto Díaz (Zacatecas, México).
20:30:
Roberto Carlos (Brasil).

Miercoles 7
19.30:
Bruno Yamasaki (Japón).
20:30:
Kitaro (Japón).

Jueves 8
19.30 Arista 5 (Zacatecas, México).
20:30:
Diana Krall (Canadá).

ESTADIO FRANCISCO VILLA

El viernes 9 de abril cerrará el concierto el español Alejandro Sanz a las 20:30 hs. Por cuestiones de espacio se cambió el lugar del escenario.

Les dejo el video de un concierto de Chick Corea y Gary Burton tocando La Fiesta.

La cartera

Estaba en el colectivo yendo hacia Hacienda, contabilizando de a una mis deducciones para que no me arranquen la cabeza. Como soy prestadora de servicios pago IETU, IVA e ISR. Tengo que justificar el 50 por ciento de mis ingresos en gastos relacionados a mi trabajo o pagarlo, y a pesar de que me la paso pidiendo facturas siempre termino pagando. Los 17 de cada mes son atroces, antes de salir repaso mis documentos, veo si tengo todo en orden. Los 17 sólo tengo números agresivos y persecutas…

Estaba en eso cuando veo que la chica que estaba sentada al lado mío se levanta y deja su cartera. Ya le estaba por gritar que no se baje, que se la olvidó cuando veo que fue a hablarle al chofer y regresó a sentarse. Muy tranquila la doña, dejó nomás la cartera porque es una mujer relajada y le resbala que no existe cartera en el mundo tan pesada como para no llevarla colgada donde va, si estás en un lugar lleno de extraños.

La tuve que mirar: estudiante fija, unos 20 años, jeans, zapatillas y saquito. La tuve que mirar y morderme la lengua para no decirle cual vieja metiche: “Nena, despertáte” y darle una larga perorata sobre el descuido, de cuando me cortaron la cartera en un colectivo en Asunción, de las dos veces que me desvalijaron la casa porque no estaba, de que hacer lo que ella hizo en un subte o tren en Buenos Aires es de tarados, de cuando me asaltaron en Nicaragua y pensé que en mi cartera estaban los documentos y corrí a los chorros dos cuadras hasta que Amadeo me agarró de atrás y me dijo “Basta”.

Tuve ganas de decirle "inconciente" recordando como aferro a mi hija en un portabebés cuando salgo porque no se puede confiar en nadie. Pero me dí cuenta que la única paranoica era yo, todos estaban muy relajados, a nadie le importó un pomo y a ella menos el haber sido de pensamientos tan nobles como para dejar su cartera al lado de una desconocida en un colectivo con mucha gente. No sé si mi viaje era al mundo perfecto pero a nadie le dio ni fu ni fa. Al parecer era la única mente torcida.

Me bajé del bondi y seguí con mis cuentas, ya sabía que me iba directo, a pesar de atajar bien fuerte mi cartera, a que me desembolsillen unos buenos pesos.

Otra de Lucky Luke

Lucky Luke

Tengo muy pocas cosas. Uno cree que con los años acumula más pero yo resto. Lastimosamente no podemos cargar de más en los viajes y soy una ferviente creyente en la consigna “mientras más liviano mejor” a la hora de viajar.

No es fácil para mí desprenderme, uno rápidamente acumula ropas, muebles, utensilios de cocina, electrodomésticos, y a la hora de partir hay que seleccionar cuidadosamente lo más importante, restringirse sólo a eso. Y así como no son fáciles las despedidas, no es fácil vender y regalar las cosas más lindas que generalmente terminan siendo las más inútiles, como adornos, cuadros y mágicos libros pero imposibles de llevar.

El último viaje Amadeo y yo viajamos sin nada, porque preferimos que en los pocos kilos que te permiten en el avión estén las cosas de nuestra beba, sus juguetes, ropas, colchas, toallas. Atrás dejamos miles de recuerdos que a veces uno piensa en guardarlos, como ropitas de cuando recién nació, la cuna, la cómoda, su velador, a todo le tuvimos que decir chau a pesar de que pintamos o elegimos con un amor que va más allá de lo material, con un amor para Jade.

Sin embargo hay dos de las que aún no me puedo desprender aunque no viajen conmigo. Mi mamá es la guardiana de mis dos grandes bienes: Una máquina de coser que era de mi vieja y que tiene como 30 años y mi colección de historietas de Lucky Luke.

Lucky Luke era mi ídolo, y ni modo, sigue siendo lo más. Su final siempre perfecto cantando “I´m a poor lonesome cowboy and a long long way from home” del legendario tema de Pat Woods... no podía terminar de otra manera: lo genial no era que atrapaba a los Dalton, lo genial era que era tan libre que su casa era el camino y su vida recorrer el viejo Oeste. Morris y Goscinny eran unos capos.

Lograr la colección me costó bastante. El primer Lucky Luke que llegó a mis manos fue Billy de Kid, y lo había comprado mi hermano. Yo tenía diez años (casi 20 años de eso) y en esa época se conseguían las historietas los domingos en las plazas de Buenos Aires, en mi caso en el parque Rivadavia. Pero después, cuando fui a Paraguay, tenía que ir a El Lector cuando aún tenía un puesto en la plaza al lado del Shopping Villamorra y llorarle al hombre para que se apure con los pedidos. Los traía de a tres títulos y a veces justo traía los que ya tenía. En esas ocasiones volvía decepcionada, como si todo estuviera fuera de control.

Esa colección ha vivido mudanzas, fue una de las pocas cosas que llevé a la casa a la que me mudé con Amadeo, era como seguir siendo la misma, la misma que soñaba andar de viaje por ahí, pero después ya no la pude llevar conmigo y se quedó en la casa de mi mamá, archivada, donde vivió algunas torturas por parte de mis sobrinos y, hace no mucho, la visita del kupi’i (termitas). Fue hace un año, estaba en lo de mi mamá cuando encontré ese caminito de viborita en la pared, y que acababa con una puntería exacta detrás del estante de libros donde estaba mi colección. Susto atroz, Lucky Luke no podía tener ese final!

Tuvimos que vaciar todo el mueble, desinfectarlo y tirar varios libros que fueron comidos por los odiosos kupi’i. La colección se salvó raspando, algunos títulos fueron comidos en los bordes de las páginas pero nada más. La guardé lo mejor que pude aunque se que no está a salvo de nada, como nadie.

Quizás su destino no sea estar a la espera porque no tengo el desapego suficiente para pasarlo a otras manos. Está a la espera de que mi hija sea más grade y se la pueda mostrar, compartir con ella esa emoción que seguramente, si sigue en pie para ese momento, le parecerá del viejazo total.

Me encantaría ser coleccionista pero no puedo, seguramente no está en mi tonali. Las cosas no se quedan conmigo mucho tiempo y hasta ahora solo mantengo dos, una máquina de coser que me regaló mi mamá y la colección de Lucky Luke.

Fronteras

Las fronteras despiertan sensaciones contradictorias. Por un lado nos sumergimos en la emoción que despierta entrar a otro país, a una topofrafía nueva y gastronomía diferente, o, en caso de que lo hayamos visitado con anterioridad, nos introducimos a la ansiedad que produce saber que pronto vamos a reencontrarnos con gente que queremos, paisajes que recordamos. Estas sensaciones son únicas, es el momento en que se está por cruzar un umbral que nos encierra todo tipo de experiencias y es lo mejor, una de las aventuras más buscadas y valoradas donde cada minuto vale la otra sensación contradictoria: el pavor que produce cruzar fronteras, enfrentarse a la aduana y a los encargados de migración que miran tu pasaporte cual si fueras un buscado por la Interpol.

Cada país despierta esa paranoia. No sé si en otra vida fui una de las “mulas” que cruzan las drogas o si prófuga de la justicia, pero cada bajarse del avión o del colectivo y enfrentarme con los trámites migratorios es lo mismo. Me sudan las manos, se me agrandan los ojos, tengo todos los síntomas de los criminales con conciencia, aunque en mi maleta no lleve ni alicate y conmigo no porte cintos con hebillas de metal, ni nada que pueda sonar el atroz pipi que paraliza el corazón.

La frontera Paraguay-Argentina es sin duda la que más veces crucé. Cada vez que iba a ingresar a tierra paraguaya sabía que me esperaba atravesar la boca del león. Cuando veían que era argentina y radicaba en Paraguay me pedían documentos de radicación, documentos de retorno al país, miraban seriamente mis sellos e igual trataban de buscar la excusa perfecta para sacarme dinero. Años después me nacionalicé paraguaya y por un breve tiempo dejé de tener problemas hasta que nació mi hija en Argentina. A partir de allí empezaron nuevos problemas con la documentación que hacían que los demás pasajeros me quieran abandonar en Puerto Falcon, a pesar de que realmente yo tenía mis papeles en orden.

En México recuerdo temblar cuando justo la familia que estaba delante mío fue llevada a la “salita”, esa salita donde te llenan de preguntas y te revisan de pies a cabeza. Recuerdo cuando respondía las preguntas mi voz salía finita, como la de una gallina cerca de convertirse en caldo. Finita mi voz, pálida yo y con los ojos como que acababa de ver un muerto. Si me preguntaban algo más iba a decir que yo era culpable sin saber ni porqué. Al final pasé pero a la familia que venía de Bolivia no la ví después de recoger mi equipaje, no la vi al salir. Creo que el problema era ser de Bolivia. Cuando venimos de países pobres nos tratan así, de ahí la paranoia.

Pero sin duda mi peor entrada a un país fue cuando ingresé a Panamá por Puerto Obaldía.Ya cuando salí de Venezuela cruzando la Guajira y con retenes cada dos por tres creí que nada me iba a volver a asustar, que equivocada!!!

Al ingresar a Colombia con Amadeo averiguamos las opciones que teníamos para ir a Panamá. No eran muchas, barco hasta Puerto Colón, avión hasta Panamá City y ya. Seguimos averiguando hasta que nos contaron de Turbo.

A partir de Turbo ya no hay más caminos por tierra, sólo podes tomar una lancha hasta Capurganá. En Turbo tramitas tu salida de Colombia porque a partir de allí desaparece Migraciones y desaparecen los sevicios de luz 24 horas, el agua caliente, los autos, algunas cosas. Pero Capurganá, gracias a eso, es un paraíso casi virgen, lleno de manglares y mar caribe. Sólo cerca de la costa hay algunas casitas que hospedan a los turistas, lo demás es selva impenetrable. Allí, muchos sobreviven siendo lancheros, lancheros que te llevan a Turbo, Acandi o Puerto Obaldía en Panamá.

Cuando hablo de lanchas, hablo de canoas de madera con motorcito. Generalmente a la hora de viajar nos acomodamos de dos en dos a lo largo de la lancha para equilibrar el peso y empezamos a desafiar las olas fuertes. Es habitual que se den vuelta las lanchas, y es habitual que la gente vomite en el trayeto. Me tocó ver como varios de mis compañeros de viaje vomitaban a los lados de la lancha, usando el amplio y turquesa mar como depósito de sus deshechos. Me tocó verlo y me tocó concentrarme en dominar mis propias náuseas tratando de continuar. Pero Capurganá es hermoso y hasta allí valen las pena los mareos.

Para cruzar a Panamá hay que negociar en Capurganá con un lanchero. Cuarenta minutos de viaje después estarás en la costa de Panamá. Desde allí es la única manera de llegar porque el resto es selva impenetrable para todos menos para las FARC. Entonces los militares no se concentran en zonas estratégicas de la selva sino en Puerto Obaldía, el pueblito con calles de arena que no debe sobrepasar los 5 km a la redonda, el pueblito rodeado de militares, habitado por militares y donde los mismos miitares o sus mujeres son los pocos comerciantes.

Pero nosotros no lo dimensionamos hasta que el lanchero nos dejó en las costas de Puerto Obaldía y tres militares armados con metralletas y con ganas de hacernos papilla nos recibieron apuntándonos a la cara. “Adiós”, nos dijo el lanchero y con Amadeo vimos como se iba nuestra huida. Apuntándonos nos preguntaron que hacíamos allí y les dijimos con voz nuevamente de gallina a punto de ser degollada que queríamos a entrar a Panamá. “Pasen” nos dijeron y nos hicieron caminar por un polvo desinfectante que estaba ubicado a metros de la costa. Después que nos desinfectaron, nos llevaron a los puestos de migración y aduana donde nos revisaron absolutamente todo nuestro equipaje, hasta abrieron los bollitos de las medias.

Una vez sellados nuestros pasaportes, demostrados que portábamos 500 dólares en efectivo (sino no te dejan pasar) y media hora después de haber acomodado todo de vuelta en las valijas ingresamos al pueblo donde sólo había un hotelito, un comedor enfrente donde la misma propietaria era del hotel y a dos cuadras una agencia de viajes donde el hombre era cuñado de la mujer del hotel.

Allí nos dijeron que no había pasajes hasta dos días después porque los pasajes en realidad no son tales, ellos prefieren usar los lugares de las avionetas para transportar a los soldados que vuelven con provisiones y de paso, te obligan a quedarte unos días en las costas panameñas.

Esta costa no es el paraíso que uno sueña. No hay playa, solo piedras y después un oleaje tremendo que si te tiras terminarás probablemente desnucado. Caminar por el pueblo no está muy permitido porque en cada extremo de un perímetro de aproximadamente diez cuadras hay un soldadito armado que te pregunta adonde vas, siempre sin dejar de apuntarte.

Con Amadeo realmente pensamos que allí podíamos desaparecer sin dejar rastros, no hay internet ni teléfono habilitado para turistas así que realmente podíamos desaparecer sin dejar rastros. En el hotelcito que no tenía ni ducha, solo baldes grandes y palanganas de agua fría, y que cobraba más caro que un buen hostal en Salvador, Bahía, conocimos a una pareja de colombianos que estaban en la misma que nosotros y con ellos matamos el tiempo, y el miedo tomando café y jugando a las cartas hasta largas horas de la noche.

Al final llegó el gran día y nos fuimos de allí. Subimos a una avioneta cargada de cajas y tambaleando (la avioneta volaba bajo y por el peso no tenía estabilidad)llegamos a la capital de Panamá. Cuando Migraciones me hizo las preguntas de rutina mi voz salió normal, por lo menos esa semana me llené de coraje con las aduanas y los agentes. Ahora el coraje se me fue y soy la misma de siempre, pero cada vez que cruzo una frontera trato de recordar esa experiencia, total, mientras no haya nadie apuntándome a la cabeza está bien, puedo seguir adelante, al menos si desaparezco supongo que alguien se enterará.

Armando y el terremoto del 85



Todos hablamos de los terremotos. No terminábamos de digerir lo de Haití cuando se vino el de Chile. Y entre tanto movimiento mi cabeza recordó a un buen amigo, el pintor Armando Desigaud, uno de los pocos sobrevivientes en su escuela cuando en setiembre de 1985 a todos sorprendió el terremoto en México. Armando fue la primera persona que conocí que había vivido un terremoto. Eso fue hace cinco años cuando vivíamos en Cancún. Claro que había escuchado historias pero no en primera persona, después vinieron más relatos porque en México hay muchos relatos sobre eso, pero hasta el día de hoy el de Armando es el que mejor recuerdo.

En el 85 Armando tenía 14 años. Fue a estudiar como un día cualquiera y cuando empezó el temblor todos los niños hicieron lo que les habían enseñado: ponerse bajos los pupitres, tirarse al suelo. Él salió del aula corriendo y se puso contra la pared en el pasillo de la escuela. Inmóvil esperó a que terminen esos eternos dos minutos que cambiaron su vida para siempre. Al terminar no se entendía más que la muerte. “Allí murieron mis amigos, mi mejor amigo”, me dijo una vez. Allí murieron todos menos tres.

A partir de aquel episodio la salud cambió. Empezó a tener problemas en el corazón y los médicos no podían encontrarle la causa exacta. Le faltaba el aire y hasta propusieron operarlo usando como argumento que si no no iba a legar a los 20 años. En contra de todos los consejos médicos, empacó y se fue de viaje. “Fui al desierto y conocí el peyote. El peyote me salvó la vida”.

Aseguró que el peyote le permitió viajar adentro suyo, mediante esa exploración entendió que sus problemas del corazón derivaban de traumas. Así decidió mudarse del DF y coincidentemente sus problemas de salud nunca más vovieron.

Cuando lo conocí, él y su mujer vivían en un departamento repleto de pinturas y era grato ir a visitarlos. Tenían un gato que un día llegó semi moribundo tras una trifulca y él se introdujo en el mundo de los felinos domésticos, llegando a pintar una serie que particularmente me gusta mucho (una de sus pinturas de la serie ilustra esta entrada), sobre los gatos en la noche.

Al poco tiempo nos pegó el huracán Emily en las costas de Quintana Roo. Fue nuestro primer huracán. Pocos meses después mi esposo y yo viajamos. Fue un lunes cuando volamos y tres días después pegó el huracán Wilma. “No regresen” nos dijo dos meses después Armando por teléfono, “Esto es un desastre”. Pero no le hicimos caso y regresamos. El día que llegamos salimos a caminar y en el Parque de las Palapas que ya no tenía una sola palapa me senté y lloré, a conciencia que lo que veía no era nada en comparación de lo que pasó.

Cuando nos reencontramos con ellos nos contaron de las faltas de agua, alimentos, trabajo, turistas y de cosas, ya que tuvieron que tirar gran parte de sus pertenencias: la ropa humedecida al grado de hacerse inservible, los artefactos eléctricos quemados, algunas obras arruinadas. Pero también nos mostraron muchas pinturas nuevas, surgidas a raíz de esa experiencia.

Al final todos nos terminamos yendo de allí con algunas experiencias más en el bolsillo. Rercuerdo a Armando y sus mudanzas y pienso que no tenemos muchos lugares donde correr. Algunos lugares tienen terremotos, otros huracanes y maremotos, otros carteles de narcotráfico. En ciertas zonas morimos de calor y en otras de frío. Nos mata el tráfico y en ciertos pueblos el aburrimiento. Huimos de un desastre pero nos persigue otro. Afortunadamente hay gente como Armando, que pese a todo con su pincel llena los episodios de color.