El árbol, Esther y "C"

No soy buena recordando caras ni nombres, pero sería imposible olvidar a Esther (mi maestra de tercer grado) y a “C” (mi compañero de aula). Esther era la clásica mujer de finales de los 80, en pleno boom de Susana Giménez cuando se creía muy cool pronunciando las “s” al final de las conjugaciones.

Cuando teníamos que escribir oraciones me añadía con rojo fuego la S a todo. Mis palabras tras su pluma se transformaban en horribles “comistes”, “dormistes”, “distes”, y yo quería pintar con bolígrafo rojo su cara y la de la Giménez. A “C” en cambio lo recuerdo por razones muy diferentes. Era un compañerito que unos meses atrás había perdido a su mamá y todos los niños con esa muerte tuvimos miedo porque ésta existía.

Una vez, segundos antes que suene el timbre que finalizaba el recreo, iba a entrar al aula cuando vi a Esther tomando de los pies a “C” que estaba del otro lado de la ventana del primer piso donde estaba nuestro grado. Esther gritaba con su voz ronca y “C” lloraba y pataleaba para que lo suelten, decidido a caer. Ella pedía ayuda y en segundos unos niños más grandes y no recuerdo si algún profesor, entraron al gradoa ayudarla. Minutos después desaparecieron los dos y los niños entramos al aula a cargo de otro maestro y esperamos en silencio alguna noticia. Estábamos mudos.

No sé cuanto tiempo pasó del regreso de Esther. A su vuelta y todavía con la cara desencajada, nos habló de “C”, nos dijo que teníamos que ser buenos con él, que era un momento difícil y que teníamos que estar alertas, prestarle atención.

Pasaron varios días y “C” no volvió ala escuela. A su regreso nadie nunca dijo nada, como si no hubiera pasado, aunque sabíamos que estaba todo mal, porque a veces lloraba, se peleaba con los compañeros y y sus notas iban de mal en peor.

En ese tiempo en el patio de la escuela había un árbol enorme, probablemente de unos ocho metros de altura. Era el único que teníamos porque todo el piso era de baldosa exceptuando por esos metros cuadrados de tierra rodeados de un cerquito de cemento. Un día salimos al patio y el árbol no estaba, en su lugar sólo quedaba el tronco talado de aproximadamente medio metro de altura. Todos los niños preguntamos que había pasado y la maestra nos dijo que lo habían talado porque despedía savia que hacía que los niños nos cayéramos al correr durante el recreo o la clase de gimnasia. No recuerdo haberme caído alguna vez ni de nadie que le haya pasado eso por culpa del árbol (sí de puros torpes que éramos).

Enfrente de la escuela vivía un poeta que escribió un poema que se publicó en el Clarín. El barrio de Boedo se conmocionó y los vecinos protestaron porque el árbol talado era una tipa blanca, especie autóctona del país y poco frecuente en la capital. Tan inmediato fue el alboroto que a los dos días de tallado el árbol aparecieron unos hombres en el patio para inyectar algo en lo que alguna vez hubo una ancha y esplendorosa copa. A partir de ese día fueron todos los días a aplicarle inyecciones con la esperanza de revivirlo.

Los niños no entendíamos nada: Un día lo talaron, a los dos lo inyectaban para que vuelva a crecer… lo único claro era que la directora se había mandado una c... Todo el barrio se preocupó por el enfermo y los padres estaban al pendiente de cada detalle, hasta se hablaba de cambio de directora.

Meses después empezaron a salir unas hojitas verdes del tallo y todos lo festejaron aunque eso aún no aseguraba que el destino iba a depararle el extraño retorno de volver a ser lo que era.

Al año siguiente “C” cambió de escuela. Después le seguí yo, que salí del colegio y del país.

Veinte años adelante me mudé a quince cuadras de aquel lugar. La primera vez que pasé por el frente vi el árbol enorme, verde, frondoso y asombrada le conté a Amadeo la historia de la tipa blanca aunque no la de “C”.

A veces nos damos por muertos pero la vida nos sigue regalando algunos brotes.