Fronteras

Las fronteras despiertan sensaciones contradictorias. Por un lado nos sumergimos en la emoción que despierta entrar a otro país, a una topofrafía nueva y gastronomía diferente, o, en caso de que lo hayamos visitado con anterioridad, nos introducimos a la ansiedad que produce saber que pronto vamos a reencontrarnos con gente que queremos, paisajes que recordamos. Estas sensaciones son únicas, es el momento en que se está por cruzar un umbral que nos encierra todo tipo de experiencias y es lo mejor, una de las aventuras más buscadas y valoradas donde cada minuto vale la otra sensación contradictoria: el pavor que produce cruzar fronteras, enfrentarse a la aduana y a los encargados de migración que miran tu pasaporte cual si fueras un buscado por la Interpol.

Cada país despierta esa paranoia. No sé si en otra vida fui una de las “mulas” que cruzan las drogas o si prófuga de la justicia, pero cada bajarse del avión o del colectivo y enfrentarme con los trámites migratorios es lo mismo. Me sudan las manos, se me agrandan los ojos, tengo todos los síntomas de los criminales con conciencia, aunque en mi maleta no lleve ni alicate y conmigo no porte cintos con hebillas de metal, ni nada que pueda sonar el atroz pipi que paraliza el corazón.

La frontera Paraguay-Argentina es sin duda la que más veces crucé. Cada vez que iba a ingresar a tierra paraguaya sabía que me esperaba atravesar la boca del león. Cuando veían que era argentina y radicaba en Paraguay me pedían documentos de radicación, documentos de retorno al país, miraban seriamente mis sellos e igual trataban de buscar la excusa perfecta para sacarme dinero. Años después me nacionalicé paraguaya y por un breve tiempo dejé de tener problemas hasta que nació mi hija en Argentina. A partir de allí empezaron nuevos problemas con la documentación que hacían que los demás pasajeros me quieran abandonar en Puerto Falcon, a pesar de que realmente yo tenía mis papeles en orden.

En México recuerdo temblar cuando justo la familia que estaba delante mío fue llevada a la “salita”, esa salita donde te llenan de preguntas y te revisan de pies a cabeza. Recuerdo cuando respondía las preguntas mi voz salía finita, como la de una gallina cerca de convertirse en caldo. Finita mi voz, pálida yo y con los ojos como que acababa de ver un muerto. Si me preguntaban algo más iba a decir que yo era culpable sin saber ni porqué. Al final pasé pero a la familia que venía de Bolivia no la ví después de recoger mi equipaje, no la vi al salir. Creo que el problema era ser de Bolivia. Cuando venimos de países pobres nos tratan así, de ahí la paranoia.

Pero sin duda mi peor entrada a un país fue cuando ingresé a Panamá por Puerto Obaldía.Ya cuando salí de Venezuela cruzando la Guajira y con retenes cada dos por tres creí que nada me iba a volver a asustar, que equivocada!!!

Al ingresar a Colombia con Amadeo averiguamos las opciones que teníamos para ir a Panamá. No eran muchas, barco hasta Puerto Colón, avión hasta Panamá City y ya. Seguimos averiguando hasta que nos contaron de Turbo.

A partir de Turbo ya no hay más caminos por tierra, sólo podes tomar una lancha hasta Capurganá. En Turbo tramitas tu salida de Colombia porque a partir de allí desaparece Migraciones y desaparecen los sevicios de luz 24 horas, el agua caliente, los autos, algunas cosas. Pero Capurganá, gracias a eso, es un paraíso casi virgen, lleno de manglares y mar caribe. Sólo cerca de la costa hay algunas casitas que hospedan a los turistas, lo demás es selva impenetrable. Allí, muchos sobreviven siendo lancheros, lancheros que te llevan a Turbo, Acandi o Puerto Obaldía en Panamá.

Cuando hablo de lanchas, hablo de canoas de madera con motorcito. Generalmente a la hora de viajar nos acomodamos de dos en dos a lo largo de la lancha para equilibrar el peso y empezamos a desafiar las olas fuertes. Es habitual que se den vuelta las lanchas, y es habitual que la gente vomite en el trayeto. Me tocó ver como varios de mis compañeros de viaje vomitaban a los lados de la lancha, usando el amplio y turquesa mar como depósito de sus deshechos. Me tocó verlo y me tocó concentrarme en dominar mis propias náuseas tratando de continuar. Pero Capurganá es hermoso y hasta allí valen las pena los mareos.

Para cruzar a Panamá hay que negociar en Capurganá con un lanchero. Cuarenta minutos de viaje después estarás en la costa de Panamá. Desde allí es la única manera de llegar porque el resto es selva impenetrable para todos menos para las FARC. Entonces los militares no se concentran en zonas estratégicas de la selva sino en Puerto Obaldía, el pueblito con calles de arena que no debe sobrepasar los 5 km a la redonda, el pueblito rodeado de militares, habitado por militares y donde los mismos miitares o sus mujeres son los pocos comerciantes.

Pero nosotros no lo dimensionamos hasta que el lanchero nos dejó en las costas de Puerto Obaldía y tres militares armados con metralletas y con ganas de hacernos papilla nos recibieron apuntándonos a la cara. “Adiós”, nos dijo el lanchero y con Amadeo vimos como se iba nuestra huida. Apuntándonos nos preguntaron que hacíamos allí y les dijimos con voz nuevamente de gallina a punto de ser degollada que queríamos a entrar a Panamá. “Pasen” nos dijeron y nos hicieron caminar por un polvo desinfectante que estaba ubicado a metros de la costa. Después que nos desinfectaron, nos llevaron a los puestos de migración y aduana donde nos revisaron absolutamente todo nuestro equipaje, hasta abrieron los bollitos de las medias.

Una vez sellados nuestros pasaportes, demostrados que portábamos 500 dólares en efectivo (sino no te dejan pasar) y media hora después de haber acomodado todo de vuelta en las valijas ingresamos al pueblo donde sólo había un hotelito, un comedor enfrente donde la misma propietaria era del hotel y a dos cuadras una agencia de viajes donde el hombre era cuñado de la mujer del hotel.

Allí nos dijeron que no había pasajes hasta dos días después porque los pasajes en realidad no son tales, ellos prefieren usar los lugares de las avionetas para transportar a los soldados que vuelven con provisiones y de paso, te obligan a quedarte unos días en las costas panameñas.

Esta costa no es el paraíso que uno sueña. No hay playa, solo piedras y después un oleaje tremendo que si te tiras terminarás probablemente desnucado. Caminar por el pueblo no está muy permitido porque en cada extremo de un perímetro de aproximadamente diez cuadras hay un soldadito armado que te pregunta adonde vas, siempre sin dejar de apuntarte.

Con Amadeo realmente pensamos que allí podíamos desaparecer sin dejar rastros, no hay internet ni teléfono habilitado para turistas así que realmente podíamos desaparecer sin dejar rastros. En el hotelcito que no tenía ni ducha, solo baldes grandes y palanganas de agua fría, y que cobraba más caro que un buen hostal en Salvador, Bahía, conocimos a una pareja de colombianos que estaban en la misma que nosotros y con ellos matamos el tiempo, y el miedo tomando café y jugando a las cartas hasta largas horas de la noche.

Al final llegó el gran día y nos fuimos de allí. Subimos a una avioneta cargada de cajas y tambaleando (la avioneta volaba bajo y por el peso no tenía estabilidad)llegamos a la capital de Panamá. Cuando Migraciones me hizo las preguntas de rutina mi voz salió normal, por lo menos esa semana me llené de coraje con las aduanas y los agentes. Ahora el coraje se me fue y soy la misma de siempre, pero cada vez que cruzo una frontera trato de recordar esa experiencia, total, mientras no haya nadie apuntándome a la cabeza está bien, puedo seguir adelante, al menos si desaparezco supongo que alguien se enterará.