Mar

Cuando vivía en el Caribe no lo dimensionaba. Mi cabeza siempre estuvo lo suficientemente acelerada para no dejarme disfrutar lo suficiente. Recuerdo incluso que los últimos tiempos estaba un poco harta del calor, de mi trabajo, putear en chino cuando me tocaban días lluviosos y me tenía que enfrentar con los malos sistemas pluviales o indignarme por a, b y c porque tenía ganas de justificar algún mal humor.

Hoy lo veo todo al revés. Recuerdo levantarme y respirar aire a verano eterno, abrir la puerta y soltar a mi perra para que salga a correr al parque que teníamos exactamente enfrente de nuestra casa y parecía un patio añadido. Recuerdo los tambores de la feria a la noche y que mi único día semanal de descanso apagaba el teléfono y me iba a pasarlo enterito a la playa, obsesionada con cada gota de agua salada.

Cuando vivía en Paraguay soñaba con vivir cerca del mar, típico sueño fisura de país mediterráneo con calor de 40 grados. Mis últimos tiempos allá, después del trabajo a veces iba a lo de una amiga y en su terraza escuchábamos bossa nova y sufríamos y sufríamos por lo que no teníamos. Una vez Amadeo del trabajo fue a buscarme a esa casa y estaba pálido y de mal humor, harto del trabajo y le dije “renunciá, vámonos”. A partir de ese día trabajamos seis meses más y nos fuimos, nos fuimos un mes al Brasil, pasamos las fiestas en Salvador, Bahía, y de allí seguimos un viaje por tierra que culminó en el Caribe. Recuerdo especialmente el primero y último día en cada lugar.

Ese último día en Bahía fuimos a la playa de Barra y yo no podía dejar de mirar el mar y meterme. “Último chapuzón” decía pero salía y me secaba tan rápido que me iba por otro último y así y así. Recuerdo que viajábamos con el verano y la mochila era liviana. No llevaba mantas, sólo una bolsa de dormir, tampoco camperas, y no pasé ni una noche de frío.

El último día en Cancún también lo recuerdo muy bien porque antes de viajar ya todo me daba vueltas, quería volver a casa, extrañaba la ciudad, el loquero, y las más estúpidas cosas que en ese momento eran invaluables. Pero ese último día salí a caminar y todo era perfectamente generoso, caminaba por cada cuadra que me había dado tanto y miraba las casas y conocía el barrio, el restaurante de la esquina donde había almorzado tantas veces, la parada del bondi, el parque, mi perra, los huaraches de las palapas y tuve dudas de la decisión tomada y temor a que no me vuelva a gustar la ciudad que me vio nacer.

De aquel día pasaron cuatro años y no puedo creer lo rápido que pasan las cosas y lo fresca que está la brisa del mar para mí. Regresé dos años a Buenos Aires y disfruté el frío, mis mates y gastronomía, nació mi hija, volví a la vida de departamento con expensas, con gritos de vecinos, con paredes finas, con prohibiciones de perros, con metros cuadrados escasos. Después volví al Paraguay con su calor de locos sin mar, con ese sudar hasta en los pies que ni pueden andar descalzos porque se queman cada vez que pisan el patio, con jugos de mango y guayaba, mucho limón y abundante tereré. Vine a Zacatecas de donde me estoy por ir, donde temblé de frío en diciembre, donde salí a caminar mientras me caían encima los copos de nieve, donde mi hija fue a su primera guardería y está aprendiendo a andar en triciclo, lugar colonial y semidesértico repleto de cactus digno de una postal.

Pero no me estoy por ir a la playa aunque con Amadeo soñamos con ver a Jade caminando por esa arena limpia, respirando aquel aire de la tierra de los mayas. Y que ganas de volver al mar, aunque después extrañe la ciudad, los cactus, o el tereré pero nunca logren impedir que me saque el Caribe de la cabeza.

Al mar volvería mil veces pero nunca sería suficiente y no me gusta mucho viajar de vacaciones porque siempre son demasiado cortas. Me gusta llegar a un lugar y apoderarme, hacerlo mío, radicarme aunque igual el tiempo siempre termine siendo escaso.